VIDA NUEVA
22 domingo del tiempo ordinario
El escándalo de la cruz
Nos reunimos una vez más, para celebrar (y no sólo recordar) la entrega de Jesús por nosotros: «Cada vez que coman de este pan, anunciarán la muerte del Señor hasta que vuelva» (1Co. 11,26). Esta realidad hace que en nuestras dificultades y preocupaciones encontremos la fuerza del Señor en nosotros. El cristiano encuentra persecuciones en algunos casos, pero padece el miedo al ridículo en muchos más. Y retrocedemos ante ese miedo, pecamos al no dar testimonio de nuestra fe.
La Palabra de Dios nos va a decir hoy que podemos elegir entre vivir dulcemente nuestra vida, ahogando en nosotros las exigencias del mensaje de Jesús, o seguir la huellas de Cristo que contienen los estigmas de la cruz.
Lecturas:
Jeremías. 20, 7-9: «La palabra del Señor es para mí oprobio y afrenta todo el día»
Salmo 63(62): «Mi alma está sedienta de Ti, Señor Dios mío»
Romanos. 12, 1-2: «Transfórmense por la renovación de la mente»
San Mateo 16, 21-27: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame»
La misión del Mesías
¿Cuál es la misión del Mesías? Ese personaje encarnaba toda una ilusión en el pueblo. Venía de parte de Dios, consagrado para una tarea bien clara. Pero ¿cuál era esa tarea? En los tiempos de Jesús, el pueblo había perdido su libertad política y económica. Su misma libertad religiosa no era completa. Un poder exterior, el Imperio romano, se había apoderado del país e imponía su autoridad y sus gobernantes. ¿El Mesías vendría en ese momento con un fin nacionalista, político, militar? Así lo pensaban prácticamente todos en Israel.
Cabe preguntarse si hubiera valido la pena que el Hijo de Dios se encarnara y se hiciera hombre sólo para librar una batalla y vencer y desterrar a un enemigo del Pueblo. Si así hubiera acontecido nadie hablaría hoy de Jesucristo. No sería más que un recuerdo en una enciclopedia. El proyecto divino que cubre todos los siglos de la historia y del futuro era inmensamente mayor. Se dirigía a toda la humanidad de todo tiempo y lugar, y para un designio no pasajero sino eterno y digno de Dios.
Por el profeta Isaías el Señor había dicho: «Los pensamientos de ustedes no coinciden con los míos, mis caminos no son los de ustedes» (Is. 55, 8). Y en este punto, central y decisivo del proyecto divino sobre el hombre, Dios tenía otro designio. Para ser discípulo de Jesús era necesario que los que lo seguían acogieran su camino. Los discípulos acababan de ser interrogados por Jesús, lo vimos el domingo pasado, sobre su persona. Por boca de Pedro lo habían reconocido como el Mesías. ¿Pero qué idea tenían de la misión de ese Mesías? En ese punto se va a poner en juego la fidelidad de los Apóstoles y discípulos.
¡O apostasía o martirio!:
A partir del pasaje que se proclame en este Domingo, el evangelio de Mateo mira claramente hacia la Cruz de Jesús, los acontecimientos de Jerusalén, hacia los que camina con decisión y fidelidad vocacional. Pero también quiere que sus seguidores, empezando por Pedro y los demás apóstoles, imiten su actitud: si quieren seguirlo, deben tomar su cruz y recorrer su mismo camino.
Siguiendo también el ejemplo del profeta Jeremías, que tuvo que soportar infinidad de persecuciones y crisis para ser fiel a su misión. Pero también puede suceder lo mismo a los que, a lo largo de la historia, han tenido que denunciar injusticias o pronunciar palabras proféticas con sinceridad. Eso no vale sólo para el Papa o los obispos y demás pastores, sino para todo cristiano que quiere ser consecuente con su fe. – Para todos sigue siendo válido lo de «tomar su cruz» y seguir a Jesús.
¡No nos gusta la cruz!
Ni a Pedro ni a nosotros nos gusta la cruz. En la mentalidad de Pedro no cabe ni siquiera la idea del fracaso de Jesús. Para él, Jesús es un Mesías victorioso que debe ser reconocido por todos. No puede acabar en la muerte, vencido por sus enemigos. Es una reacción parecida a cuando lo vio que se ceñía la toalla, en la cena de despedida, y quería lavarles los pies: tampoco eso cabía en la cabeza de Pedro (cfr. Jn. 13,6). Todavía no había entendido: ni que el Mesías debía sufrir, ni que la autoridad hay que ejercerla como servicio.
A Pedro le quedaba mucho por madurar. En verdad, todavía «pensaba como los hombres, y no como Dios». Más tarde, cuando predique a Cristo Resucitado, dirá claramente a todos que «el Mesías tenía que padecer» y él mismo, Pedro, afrontará toda clase de persecuciones, hasta la muerte final en Roma, en tiempos de Nerón, como testigo de Cristo. Pero ahora, antes de esa maduración, le cuesta entender qué quiere decir Cristo Jesús. A nosotros también nos sigue costando este programa salvador de Dios, que reconcilia consigo a la humanidad asumiendo él mismo el dolor y la muerte, con la entrega total de Cristo Jesús. El Señor Jesús extiende este mismo programa a sus seguidores: deberán «negarse a sí mismos», «tomar la cruz» y seguirlo. No porque busquen el sufrimiento en sí, sino porque deben ser capaces: de olvidarse de sí mismos, de asumir el sacrificio que supone la entrega por los demás. Él nos propone una vida vivida al servicio de los demás, y no agonísticamente centrada en nosotros mismos.
Jesús nos recuerda qué es lo prioritario y fundamental en nuestra vida, salvarnos: «¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?». También nosotros tendemos a «pensar como los hombres» y no «como Dios». Los proyectos humanos van por otros caminos, de ventajas materiales y manipulaciones para poder prosperar y ser más que los demás y dominar a cuantos más mejor. Pero los proyectos de Dios son otros.
Meditemos con el Papa emérito BENEDICTO XVI:
«… En el momento del dolor es cuando surgen de manera más aguda en el corazón del hombre las preguntas últimas sobre el sentido de la propia vida. Mientras la palabra del hombre parece enmudecer ante el misterio del mal y del dolor, y nuestra sociedad parece valorar la existencia sólo cuando ésta tiene un cierto grado de eficiencia y bienestar, la Palabra de Dios nos revela que también las circunstancias adversas son misteriosamente «abrazadas» por la ternura de Dios.
… El culmen de la cercanía de Dios al sufrimiento del hombre lo contemplamos en Jesús mismo, que es “Palabra encarnada. Sufrió con nosotros y murió. Con su pasión y muerte asumió y transformó hasta el fondo nuestra debilidad”. La cercanía de Jesús a los que sufren no se ha interrumpido, se prolonga en el tiempo por la acción del Espíritu Santo en la misión de la Iglesia, en la Palabra y en los sacramentos, en los hombres de buena voluntad, en las actividades de asistencia que las comunidades promueven con caridad fraterna, enseñando así el verdadero rostro de Dios y su amor» (BENEDICTO XVI: Exhortación Apostólica «Palabra del Señor» (VD), .Jesús es presencia viva. Somos hoy los discípulos de Jesús en el seno de nuestra amada Iglesia Católica.
Jesús, Mesías y Salvador, sigue hoy presente en el mundo y en su historia. ¿Qué esperamos de él hoy? Oímos tantas voces que nos hablan de él. Vemos películas en que se nos presenta con imágenes contradictorias muchas veces. Para algunos puede ser simplemente un líder, muy humano, del que se espera que abra un camino de una liberación solamente política y temporal. Una estudiante de un colegio, interrogada sobre quien era Jesús para ella, decía: un filósofo, que enseña una manera de ver el mundo y el hombre. Para otros es solamente un poeta, un místico con experiencia fuerte de Dios, pero solamente humano, el objeto de obras de arte: pintura, escultura, teatro. Para algunos el personaje de una novela, malintencionada quizás, lleno de debilidades como los demás. Pero Jesús es mucho más. Vive y está presente en su Iglesia. No es sólo un pasado sino una presencia viva que anima y salva.
Es cierto que nuestro mundo necesita liberación y no esclavitudes, justicia y no inequidades, amor y no desamores, paz y no violencia. Todo eso está en el proyecto de Jesús. Pero habrá siempre algo que sólo él nos puede ofrecer: que todo eso sea, no según proyectos políticos, militares o ideológicos sino que se haga dentro de la sencillez, de la sinceridad, de la verdad del Evangelio, que nos revela el plan de Dios. Una liberación que cubra el tiempo y su historia y que nos lleve, que conduzca a todo el mundo, hacia un final totalmente feliz, en el Misterio de Dios, empezado ya en este mundo y culminado en la Vida eterna.
Relación con la Eucaristía
La Palabra nos conduce a la Eucaristía y nos hace descubrir y acoger la Eucaristía como sacrificio del día entero y desde la celebración vivir cultualmente toda la vida. Participar en la Eucaristía es gustar la vida nueva de los hijos de Dios. Esta Eucaristía ha de estimularnos a ser fieles al Señor aunque la Cruz aparezca en nuestro camino.