"Jesús, el hijo de Dios”

Por Héctor de los Ríos |
608

P. Héctor De los Ríos L.

VIDA NUEVA

La liturgia del cierre del tiempo de Navidad nos ofrecía el relato del bautismo de Jesús integrándose, como uno más, en el colectivo de todos aquellos que escuchaban la invitación del Bautista a la conversión. A pesar de su inocencia, pasaba desapercibido entre la gente como un pecador más.

Hoy Juan el Bautista da un paso más dejándonos su testimonio personal sobre Aquel a quien había bautizado. Nos invita de este modo a superar esa superficialidad en que nos envuelve y sumerge con frecuencia la inercia de nuestra rutina religiosa. Pretende adentrarnos en una espiritualidad más consciente y viva, fundamentada en la sólida identidad cristológica de Jesús, a quien hemos confesado como tal en nuestras promesas bautismales.

LECTURAS:

Lectura del libro de Isaías 49, 3. 5-6

Me dijo el Señor:
«Tu eres mi siervo, Israel,
por medio de ti me glorificaré».

Salmo 39, R/. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.

Comienzo de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1, 1-3: “…gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo”

Lectura del santo evangelio según san Juan 1, 29-34 ;

“En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”….

El testimonio del Bautista sobre Jesús

Juan Bautista, precursor en el Adviento del que iba a venir, nos deja ahora su testimonio personal sobre el que ya ha llegado en el misterio de la Navidad. De él son estas impactantes palabras sobre Jesús: como lo he visto, doy testimonio de que él es el Hijo de Dios. Resuena en ellas el eco de lo escuchado en la fiestas del  bautismo de Jesús, si bien en este caso no es la voz celeste del Padre la que testimonia sobre su Hijo predilecto sino el propio Bautista que ha visto al Espíritu descender y posarse sobre él. Su sorprendente testimonio se suma, pues, a la voz divina para confirmar, mediante el reconocimiento explícito de su confesión de fe, el testimonio del mismo Dios. De este modo, el acuerdo de ambos mensajes evidencia y asegura su veracidad y  fiabilidad.

Para admiración de todos, el Bautista acaba de reconocer en toda su hondura y profundidad la filiación divina de aquel a quien había anunciado y bautizado. Ha testimoniado de forma fehaciente y pública la dignidad suprema que encumbra a quien sólo visibilizamos en la humildad de la carne. Ha contemplado su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14). Con esta presentación de Jesús, antes de iniciar su ministerio público, el Bautista manifiesta y enfatiza ante el pueblo galileo la incomparable grandeza, la alta consideración y relevancia que se merece y le corresponde a Jesús como Hijo de Dios.

Desde las alturas de la contemplación

El evangelista San Juan (representado por la tradición cristiana en el águila que sobrevuela las alturas) encabeza la primera de sus cartas con esta solemne declaración: lo que existía desde el principio, lo que hemos visto y oído, lo que hemos contemplado y palpado con nuestras manos: la vida eterna que estaba con el Padre, es lo que os anunciamos y testimoniamos (1 Jn 1,1-3). Esa es la mirada desde la que nos presenta también ahora a Jesús, expresión de una profunda comprensión e interiorización de su persona. En su pronunciamiento, está compartiendo con los lectores la alta cristología que confesaban los primeros cristianos. 

¿Quién es Jesús? ¿En qué se substancia su misteriosa personalidad? Nos lo van desgranando y revelando los títulos cristológicos que le acompañan, esas formulaciones cargadas de densidad teológica enraizadas en la  multisecular tradición religiosa del pueblo de Dios. Él era antes que yo, comienza confesando el Bautista: ya pre-existía desde el origen de los siglos; es el Eterno: el que fue, es y será siempre más allá del tiempo y del espacio. Sin embargo, a pesar de su condición divina, no desdeñará ofrecerse como el Cordero de Dios, lleno de misericordia, que se solidariza con los pecadores; él es el Siervo doliente y fiel (1ª lectura) que asumirá sobre sus espaldas la dura carga del terrible poder inherente al pecado para desactivarlo y congregar a su pueblo mediante la gracia y el perdón. Finalmente, como lo habían predicho los profetas, Jesús es el que bautiza no en agua sino en el Espíritu Santo: purifica las conciencias y renueva desde dentro el corazón del hombre, para proclamar bienaventurados a los limpios de corazón.

El humilde marco de nuestra condición humana

La figura de Jesús ha quedado impresa en múltiples imágenes y representaciones simbólicas de la tradición bíblica. Las que configuran el icono de Jesús que nos ha dejado el testimonio del Bautista (el Pre-existente, el Cordero de Dios, el portador del Espíritu) vienen a ser como esas pequeñas teselas de diversas formas y colores que componen cualquier mosaico: todas ellas importantes, pero ninguna exclusiva ni decisiva al margen de las demás. Los mortales, desde el diminuto y recortado marco de nuestra experiencia personal, apenas si logramos asomarnos al trascendente misterio del Dios hecho hombre.  Hemos de contentarnos con pálidos reflejos, como los destellos de la estrella de Belén, si queremos orientarnos y movernos en medio de la oscuridad de la noche.  

De ahí que el evangelista San Juan pretenda introducirnos en el exigente dinamismo de una fe que afronte de cara la eterna, la radical pregunta de Jesús a sus discípulos:  Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Si olvidamos el penetrante icono teológico que nos ha regalado el testimonio del Bautista, malamente podremos comprender y seguir de cerca el calado del sentido religioso que entrañan los diferentes relatos evangélicos.

Y es que Jesús, en su cercanía, trasciende cuanto podamos pensar y decir de él. Por eso mismo se nos hace tan familiar la suplicante exhortación de Pablo: “que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que viváis arraigados y fundamentados en el amor. Así podréis  comprender, junto con todos los creyentes, cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo; un amor que supera todo conocimiento y que os llena de la plenitud misma de Dios” (Ef 3, 17-19). Súplica que sintoniza con la dócil  actitud reverencial bellamente expresada en el villancico navideño: venid fieles todos…

 

Búsqueda personalizada

Caliescribe edición especial