La VID y los Sarmientos

Por Héctor de los Ríos |
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P. Héctor De los Ríos L.

Vida nueva

V Domingo de Pascua - B

EVANGELIO: SAN JUAN 15, 1-8

Jesús presenta la comparación de la vid. En el Antiguo Testamento, la imagen de la vid indicaba el pueblo de Israel (Is 5,1-2). El pueblo era como una vid que Dios plantó con mucho cariño en las costas de los montes de Palestina (Sal 80,9-12). Pero la vid no correspondió a lo que Dios esperaba. En vez de unos racimos de uva buena dio un fruto amargo que no servía para nada (Is 5,3-4).

Jesús es la nueva vid, la vid verdadera. Cristo, en su pedagogía divina, nos transmite el llamado de Dios a que participemos de su vida, a través de una alegoría, comparación en que cada elemento es significativo: la vid y los sarmientos. La mata de uva es plantada por un cultivador. Cristo nos dice que es su Padre Dios. El es la fuente de la vida, el autor de todo el proyecto salvador. El planta en el mundo una vid que es el mismo Jesús resucitado. Los oyentes de Jesús conocían bien esa planta y la manera de cultivarla.

Es una cepa vigorosa de la que brotan ramas llamadas sarmientos. En los sarmientos, luego de una poda que recorta todos los retoños recientes, brotan los racimos de uvas. Esa cepa es Cristo Señor. Adheridas a ella, las ramas viven de la misma vida de la cepa. No tienen vida sino unidas al tronco materno. La poda es dolorosa. La rama podada deja escapar gotas de savia. Pero el beneficio es grande. Los racimos, numerosos y ricos, vienen luego y hacen posible el vino de la mesa.

Jesús define a su Padre como «agricultor» o «viñador», término muy bello que lleva dentro de sí toda la fuerza del amor del que se dedica al trabajo de la tierra; expresa un doblarse sobre la tierra, un acercarse del cuerpo y del ser, un contacto prolongado, un intercambio vital. ¡El Padre hace exactamente esto con nosotros!

San Pablo dice sin embargo: «El agricultor, que se fatiga, debe ser el primero en recoger los frutos de la tierra» (2Tim. 2,6) y con él Santiago nos recuerda que «el agricultor espera pacientemente los frutos de la tierra» (St. 5,7).

Subrayamos dos verbos, que se repiten con mucha frecuencia: «dar fruto» y «permanecer»: estas dos realidades son símbolo de la misma vida y están las dos entrelazadas, una depende de la otra. Solamente permaneciendo es posible dar fruto y, en realidad, el único verdadero fruto que nosotros, sus discípulos, podemos llevar en este mundo es precisamente el permanecer.

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