Aprendamos de la escuela de Nazaret

Por Héctor de los Ríos |
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P. Héctor De los Ríos L.

Vida nueva

 

Domingo dentro de la octava de navidad - C

Evangelio: San Lucas 2,41-52. Jesús hallado por sus padres en el templo…

En unos tiempos en que la familia humana y cristiana es puesta en peligro incluso en su misma institución, es bueno que escuchemos lo que la Palabra bíblica nos dice acerca de ella. Navidad, fiestas hogareñas por antonomasia. Y dentro de ellas, celebramos el día de la Sagrada Familia de Nazaret.

La liturgia nos invita hoy a entrar en la intimidad de la Sagrada Familia de Jesús, José y Maria. No nos mueve la curiosidad ni solo un sentimiento piadoso de creyentes. Queremos saber cual es el ideal de experiencia familiar que Dios nos ofrece en dimensión muy humana pero al tiempo muy divina, dentro de su plan de salvación. Dios nos invita no solo a contemplar ese misterio de la Sagrada Familia sino a darle, dentro de nuestras limitaciones, una presencia en nuestro tiempo.

Tratemos de entrar, respetuosos y orantes, en la vida cotidiana de esta Familia excepcional. Hoy queremos poner nuestra atención en aquella familia pobre y humilde en la que nació el Salvador del mundo. Una familia en la que faltaban muchas cosas, pero sobraba amor y esperanza. Nuestra Celebración Eucarística es una reunión de la Familia Cristiana para dar gracias a Dios, escuchar su palabra orientadora y pedir perdón por nuestras incomprensiones y pecados dentro de la familia del mundo.

La Familia en el proyecto de Dios

La familia no es solo una experiencia de socialización en la que aprendemos a vivir en común. Ella tiene un intrínseco sentido religioso. Al crear Dios al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza, con la misión de poblar la tierra hizo de la familia elemento esencial de su proyecto integral sobre la humanidad. Y al encarnarse el Hijo de Dios, pasando por la convivencia filial dentro de una familia, llevó esa experiencia a su máxima significación. Nos es fácil pensar que Dios hubiera podido escoger otro camino para que su Hijo entrara al mundo de los hombres. Pero quiso que su experiencia de ser hombre asumiera la íntegra condición humana: pasar por el nacimiento, la infancia y la adolescencia, depender y aprender un oficio, ganarse el pan (familiar) con el sudor de la frente.

Por la encarnación Dios ha hecho la experiencia de ser hijo de familia. No ha querido entrar al mundo de manera misteriosa sino a través de una real vivencia de la condición humana. El Hijo de Dios que vive en el seno de la Trinidad, en relación filial respecto del Padre Dios y en unidad total con él y con el Espíritu Santo, ha querido asimismo amar y ser amado en el seno de una familia humana. Familia excepcional ciertamente pero inmersa en la cotidianidad de las relaciones entre esposos, entre padres e hijos, sometida a las necesidades de cada día como el trabajo, el alimento, el descanso; en relación con el Padre Dios según la ley judía de Antiguo Testamento, y con el entorno familiar y la vecindad; en obediencia a las convocaciones comunitarias de la sinagoga y a las fiestas en Jerusalén.

Hasta tal punto esa experiencia fue sencilla y normal que sus paisanos no se dieron cuenta del misterio que se vivía en la intimidad de aquel hogar en verdad humilde. Cuando un día regrese Jesús a su pueblo, ya renombrado por su enseñanza y sus obras extraordinarias, los habitantes de Nazaret no tendrán explicación y se preguntarán extrañados de donde saca éste esa sabiduría y esas obras...

La familia hace parte del plan de Dios. Es él quien ha dispuesto que haya hombres y mujeres, que funden hogares y procreen hijos. Una vez creado el mundo como escenario maravilloso para el plan de Dios y para la vida del hombre, viene la narración de esa primera pareja que conocemos como Adán y Eva, y esos hijos iniciales que aprendimos a llamar Caín, Abel, Set y demás. Allí  empieza la historia del hombre, en la que se va tejiendo la historia de la familia humana, con toda su belleza pero también todo su dramatismo. Pruebas dolorosas como la muerte trágica de Abel, la esterilidad que parece cerrar el futuro, las envidias y malos manejos, pero también las alegrías, la primera de ellas el nacimiento de los hijos. Violencia y amor, pobreza y riqueza, esclavitud y libertad, poder y debilidad, angustias y alegrías, todo eso y mucho más se va dando en el acontecer de todos los hogares. 

La Iglesia, e incluso la misma sociedad laica, está preocupada por la crisis que vive la familia hoy. Se sugieren remedios basados en las ciencias humanas de la convivencia: respeto, tolerancia, paciencia como forma de amar. Pero el remedio fundamental estará siempre en volver a la voluntad inicial de Dios. Jesús dirá un día para responder al cuestionamiento sobre el divorcio: Al principio no fue así. La sagrada familia de Jesús, María y José será siempre el modelo que hay que contemplar. Volver a la humilde casa de Nazaret como a una escuela donde se aprende a ser familia. Donde el hijo, a pesar de ser Dios encarnado, es hijo que se comporta como tal. Mayor amor filial hacia María y José imposible encontrar. Y María será siempre el modelo de mujer, esposa y madre, en una dimensión casera y profundamente humana. Acostumbramos a ver a María desde sus grandes prerrogativas: Maternidad divina, Virginidad perpetua, Inmaculada Concepción, Asunción gloriosa. Pero no la contemplamos como mujer humilde en su grandeza, en el servicio de la casa, en amor y unidad con José, su esposo, y con el hijo, Jesús, el Señor. Y José que lleva en sí, como varón justo que cumple la voluntad divina, la carga del hogar que le corresponde.

Hay en la familia una dimensión que no podemos dejar de lado: su carácter sagrado y religioso. Dios Padre confía al hombre y la mujer el don incomparable de la vida en el don de los hijos. No es una mercancía más sino la misión fundamental de la unión matrimonial, Implica por tanto una responsabilidad que va más allá de pactos y plazos limitados. Comprometerse en el matrimonio para fundar una familia es comprometerse para la vida y por toda la vida. Jesús es para siempre, más allá del tiempo y por toda la eternidad, el hijo de ese hogar. María es la madre de Jesús, incansable y sin límite en su misión. José es para siempre el esposo de María y el hombre a quien Dios confió su hijo como a un padre. Ellos hacen parte de toda familia cristiana y aun humana. No son intrusos en el hogar sino que están allí, con una presencia que el mismo Dios les concede. Qué bueno contemplarlos en el seno del hogar y aprender de ellos a ser padre, madre e hijo, con una dimensión que descubre el plan de Dios que se va realizando a lo largo del tiempo en toda familia que asume el compromiso del proyecto salvador de Dios.

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