Lo que agrada a Dios…

Por Héctor de los Ríos |
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P. Héctor De los Ríos L.

VIDA NUEVA

La Palabra de Dios nos sitúa este domingo ante la responsabilidad personal en el seguimiento de Jesús. Como en tantas otras dimensiones de la vida, la ambigüedad de nuestra condición humana nos plantea una doble perspectiva de nuestra respuesta ante el proyecto-demanda de Dios: la formal de la ideología y la eficaz de nuestro compromiso.

La ideología se mueve, y nos hace movernos, en el orden de las pretensiones teóricas: pensar bien. En cambio, la respuesta eficaz es la que muestra nuestra veracidad: hacer lo correcto. Más allá de las circunstancias concretas de la vida, y de nuestros ritmos de conversión, aquello a lo que nos adherimos de veras, en el fondo, acaba haciendo coincidir nuestra voluntad con la de Dios. Esto es lo justo, lo que a Él le agrada.

Para el profeta Ezequiel la adhesión de nuestra voluntad a la bondad y la justicia de Dios, no es un asunto teórico, sino un compromiso personal, que incluye la conversión y la perseverancia. Para Pablo, esa adhesión es verificable, trayendo a nuestra persona los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús, unos sentimientos que cambian nuestras vidas. Es una pretensión que lleva su tiempo y que implica inexorablemente nuestra conversión.

LECTURAS:

Domingo 26 del tiempo ordinario -  1 de octubre 

Lectura de la profecía de Ezequiel 18, 25-28 :” Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él salva su propia vida.,,,!”

Salmo 24, 4bc-5. 6-7. 8-9 R/. Recuerda, Señor, tu ternura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 2, 1-11;” Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús.,,”

Lectura del santo evangelio según san Mateo 21, 28-32 :” «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios.

Reflexión del Evangelio de hoy

Lo que agrada a Dios, una norma para una vida acertada

No solo para los creyentes, también para cualquier persona que se pregunta sobre el sentido acertado de su vida, hay una pregunta de fondo sobre qué es lo que nos hace gratos para Dios o, lo que es lo mismo, qué es lo que nos asienta en su proyecto salvífico.

Procedemos de una tradición racionalista que nos hace propensos a considerar que lo que agrada a Dios es la ortodoxia de nuestro pensamiento. De ahí tantos esfuerzos catequéticos para aprender una doctrina racionalmente sana y su desarrollo moral coherente. Es la vieja opción socrática de la ética como sabiduría, del bien como consecuencia de una verdad aprendida y del mal como fracaso de nuestra inteligencia.

Jesús llama la atención sobre la diferencia entre esa forma de ver las cosas y otra forma más eficaz en la que se muestran la verdad de Dios y nuestra propia verdad. Lo éticamente correcto no es lo pensado, ni lo dicho, sino lo hecho. Esto se produce, más allá o más acá, de la doctrina y la ideología, en los compromisos eficaces y verificables.

Lo que agrada a Dios no es la ofrenda correctamente pensada, sino la realización de su voluntad a través de la nuestra. No es la corrección de la reflexión, sino la veracidad de la vida mostrada en la veracidad de nuestras respuestas prácticas.

Es lo que nos enseña Jesús en esta parábola de los dos hijos: hay uno que responde a la propuesta de Dios con un “voy, señor” formulado desde la rotundidad y agilidad que suele acompañar a las doctrinas e ideologías, pero que luego resulta desmentido con la respuesta práctica, con el compromiso no asumido. Hay otro hijo que, doctrinas e ideologías al margen, acaba respondiendo positivamente a lo que se le pide, aunque tarde en comprender y a responder. Es el modelo que nos propone el Señor, que asume con realismo lo tortuoso de nuestros aciertos en la vida.

A una cultura como la nuestra, que valora tanto el protagonismo individual, le cuesta poner el plan de Dios como marco realizador, y cuestionador, de nuestros propios planes. Es costoso aceptar que “los publicanos y las prostitutas” de nuestro tiempo “nos llevan la delantera en el camino del Reino de Dios”, no por su forma de vivir, que no agrada a Dios, sino por su conversión a lo que les propone el Reino.

La conversión a lo que agrada a Dios, salva nuestras vidas

Desde un punto de vista eminentemente práctico, ya lo había propuesto la profecía de Ezequiel, que pretende declarar inocente a Dios de las injusticias que descubrimos y experimentamos en el mundo de los hombres: Dios no es culpable de nuestro proceder, somos nosotros los responsables del mismo. Dios no puede promover más que el bien. No podemos hacerle culpable de aquellos males que hemos causado nosotros.

El profeta nos llama la atención sobre la necesidad de cambiar nuestra perspectiva y nuestra vida cuando hablamos de lo que es justo o no lo es. Nuestras vidas se salvan, son agradables a Dios, cuando abandonamos nuestras injusticias y nos abrimos a su justicia.

El horizonte que Dios propone al hombre es un horizonte de vida y no de muerte. Y a ese horizonte nos acercamos cuando, arrepentidos de los males que hemos causado, nos abrimos a los bienes que Dios nos revela y ofrece. Es Dios quien salva, pero quiere contar con nuestra colaboración.

Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús

Ezequiel y Mateo coinciden en ese carácter práctico, y no doctrinal o ideológico, de buscar en lo concreto de nuestra vida y en los compromisos de nuestra voluntad el valor de la conversión para hacer coincidir el proyecto de Dios con nuestros propios proyectos.

Con un lenguaje aún más accesible, si cabe, es lo que nos trasmite Pablo en su carta a los Filipenses. Apoyándose en un posible himno litúrgico, nos propone la aventura de Jesús como modelo para nuestra propia aventura. Lo que a Él y a nosotros nos salva no es la reivindicación de nuestros propios intereses, sino acertar a posponerlos ante el interés de los demás. En esto consiste el auténtico amor.

Este es un amor sobre el que no caben  discursos teóricos, cuanto experiencias concretas: las que consideran siempre superiores a los demás. Esto no es la negación de la propia realidad y de los propios intereses, a lo que nos llevaría una falsa comprensión de la humildad, que tantas veces encubre envidia y ostentación. Pero sí es la negación de la narcisista supervaloración de los proyectos de cada uno, que no dejan en la práctica un lugar propio y digno a los otros. ¿Es éste el drama de nuestro tiempo? Posiblemente lo ha sido de todos los tiempos: la lucha entre el amor propio y el amor a los demás, entre un yo autista y un yo entrelazado con los otros.   

¿Cómo hubiera acabado la vida de Jesús si hubiese dado preferencia a sus propios deseos y proyectos y a no al proyecto de Dios? ¿Qué valor tendría para nosotros un Evangelio “sin cáliz”? No lo sabemos, pero en todo caso su propuesta última no hubiera podido ser más que una ideología más, sometida, como las otras, al paso y el peso del tiempo. No sería esa palabra siempre contemporánea que resuena en el Evangelio.

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