Por: María Pérez Pérez
Soy la filarmónica de Londres que le interpreta silencios al rey muerto. Soy una despampanante negra. Soy bella como la traición entre hermanos. Entre tres y cuatro gendarmes canto siete u ocho estrofas del himno de Inglaterra. En esta tierra odian las reinas. Pero se equivocan. Somos más estúpidas de lo que se imaginan. Por eso mismo somos indestructibles. Sus ofensas están por fuera de nuestra comprensión. Somos de hierro. Nadie nos quiere tocar. Somos vírgenes que estallan besos en los tímpanos de promotores obesos. Nunca leímos a Wilde. Tampoco nos hubiéramos acostado con él. Era tan divertido y tan bello que nos hubiéramos dormido en su sofá.
La cosa empieza así.
Somos animales preciosos arrojados desde las nubes a sus ventanas desesperadas de par en par. Ora nos miras, ora te la jalas. Arráncatela. Sí, sí, lo recuerdo, estábamos hablando del origen. Es importante. En serio. Maricas. Bueno, ya estando aquí, naciendo en sus barrios una en un millón, asistiendo con ustedes al colegio y a las tiendas de ropa, estando precisamente donde están ustedes es que les hacemos saber que nos estamos con ustedes.
Y yo, tan sola y tan poco dispuesta a aprender de memoria el orden de mis desgracias, sólo los puedo saludar con un repetitivo vaivén de mi mano izquierda, articulada por las artes de un publicista que hoy, se los aseguro, se acostará al lado de una mujer que no vive en un castillo, pero que tampoco piensa.