Una lancha rápida subía por el Cauca desde Roldanillo. Estando parcialmente prohibida la navegación a gran escala en el río, y teniendo en cuenta los antecedentes penales del remitente, el viaje se llevó a cabo en la noche. Llevaban una planta eléctrica y algún valor agregado. Esa nave que reptaba era comandada por Asunción Ramos, un negro nacido y criado en Buenaventura, del que su madre decía que guardaba un parecido raro con Jairo Varela que le echaría una mano a la hora de reproducirse. Se dirigían al Hormiguero. La planta era para un señor de apellido Chaverra, sin más datos. A la altura de Cali, pocos kilómetros después de haber pasado el puente de Juanchito, J.J Morales, su ayudante, le dijo, mire, allí es donde yo vivo. Asunción vio unas casas, casi palafitos, que se amontonaban sobre la rivera del río, erosionada en forma de abismo. ¿Cómo es que esa joda no se va al agua? Le preguntó Asunción a J.J. Las casas están vacías, hermano. Asunción notó el parecido con el lugar donde se crió. Tan niño como para confiar en la nostalgia se imaginó un cuarto con vista al río. Asunción decidió que iba a vivir ahí. Tras entregar la planta eléctrica partió al puerto a recoger a su hijo. Se iban apara Cali, al Jarillón. Hasta que consiguieran dónde acomodarse J.J les daría posada, lo cual, para ser sinceros, era un eufemismo.
La pinta se llamaba Sacarías. No contamos con datos confiables sobre lo que pasó con su madre. Él no quiere contar y yo me abstengo de preguntar. Incluir la historia sería, por lo bajo, media página más. No subo a la terraza si me puedo quedar jugando parqués en el segundo piso. Por la misma línea, habría que anotar que Asunción era doble campeón municipal de dominó. Un tipo con cara de cubo de hielo y manos de peluquera. Padre e hijo llegaron en octubre al Jarillón. El municipio estaba entregando títulos desde unos meses atrás, o eso les aseguraba el tipo de gafas setenteras que les vendía bicocas de tierra, respaldadas por escrituras tipiadas en comic sans. Como todo recién llegado pagó la novatada sacando arena del río. Compró una canoa y la pintó de negro con alquitrán. Su hijo intentó bautizarla pero a él le pareció innecesario. Ni que volteara a mirar cuando uno la llama. De piernas largas y cuello corto, Asunción se sentía diseñado aerodinámicamente para la navegación y los objetos extraños, no para el sol puro y la sobreexplotación de su espalda, de la que no se apiadaban 1930 paladas diarias. J.J tenía un hermano que trabajaba en el diario El Caleño, como chofer del único carro del negocio. Le dijo que estaban necesitando un fotógrafo. Asunción había tomado dos cursos de fotografía en la Universidad del Pacífico, mientras estudiaba, sin jamás terminar. No le tembló. Una semana sin salir de Charco azul. Intentó trabajar con el encargado de la página de farándula, conocido lugarteniente del diario, muñeco rabioso a la hora de proteger la columna y media que tardó 15 años en orinar. Su propuesta era la de crear un espacio paparazzi para nuestros futbolistas. A la sede de Cascajal llegó recitando artimañas recién aconsejadas por Publio, un fotógrafo más zorro. La idea prosperó unas 3 semanas, hasta que Leonardo Fabio Moreno le puso tres patadas en el plexo solar. Por ahí no era. Asunción regresó a la casa de J.J retorciéndose y lo putió. J.J. lo echó cortésmente. Tenía un plazo de 2 semanas para irse.
Asunción no se angustió. Dijo, me bajo al agua a ver de qué puedo vivir. Un indígena que vivía al otro lado del Jarillón fue el primer amigo que se hizo. Le decían Tonsoyer. Utilizaba el nassa cuando hablaba solo y se reía cuando veía pasar turistas flotando en neumáticos. Froot Loops de Oreo, pensaría alguien enfermo que conozco. Tonsoyer tenía los oídos llenos de mugre, apenas si podía dar fe de lo que escuchaba. De niño, Asunción acostumbraba comerse la cera de las orejas. El profesor de física le decía negro mielero y Asunción se emputaba porque no era negro. Era cuarterón, a decir, el hijo de un mestizo con una negra. Su abuela se lo había inculcado con paciencia. 100 planas semanales con la misma, soy cuarterón, tengo un octavo, tal vez un cuarto, de blanco, no soy del montón, no que no. Por cada error de caligrafía, al piso y 12 de pecho. En el abdomen del hombre se podían despilfarrar 2 horas tratando de clavar una puntilla, sin avances alentadores.
Tonsoyer se dedicaba a sacar maderos y troncos gruesos del río. Los vendía como madera en el centro. Asunción quedó maravillado con el oficio, pescador de madera. Pensó en dedicarse a lo mismo. Cuando se lo comentó a Tonsoyer este gruñó y empezó a madrearlo en nassa. Siguieron navegando en silencio hasta que anocheció. Los aviones iban dejando un rastro lumínico verde o amarillo, según se utilizara el ojo limpio o unas Ray Ban de mil pesos. Tonsoyer no podía dejar de mirar los cardúmenes de cometas en la bóveda oceánica del sistema solar. No compartió su fascinación con Asunción, porque lo había visto leyendo ciencia occidental.
Experimentos con linternas
Semanas después, Asunción sacaba arena con su hijo. Escuchó a otros pescadores hablando de Tonsoyer. Hace una semana que nadie lo veía, se había volatizado. La canoa y su casuca entre las ramas de una ceiba estaban barridas y trapeadas. Lo violó un corroncho, pensó Asunción. Esa misma noche bajó con su hijo a inspeccionar el Cauca. Llovía río arriba y la corriente bajaba cargada de pedazos enteros de selva. Asunción pensó en los materiales que se vería obligado a emplear si quería dedicarse a la pesca de madera. Madrugó a comprar sogas, poleas y redes de pesca. Las suyas las había dejado en el puerto, donde juró no volver a pescar nuuuncaja-más. El olor a pescado lo ponía flojo del estómago. Llegado al almacén sacó su lista y se la pasó al vendedor. Vio una soga y preguntó por la cantidad de peso que era capaz de resistir. El vendedor fue claro: Una soga de 45 metros podría sostener el peso de 7 alimentadores del MIO, con aproximadamente 14 pasajeros, ninguno de ellos de más de 90 kilos de peso. Incluso, como se leía en el manual escrito en cantonés, podía resistir el fuego, siempre y cuando no fuera fuego fatuo. La descripción hizo desconfiar a Asunción en un principio, pero aceptó pagar el precio porque la otra marca de sogas disponible decía: Made in Guatemala. Juzgó que era un mal nombre para un país. Las concentraciones de THC en las praderas guatemaltecas deben ser altísimas, pensó. Pagó las sogas y se fue caminando hasta su casa. Sacarías recibió las buenas nuevas, ya no iban a trabajar de día, ya no iban a raspar el cauce del río. Iban a dedicarse a negocios más importantes. La palabra tecnología fue pronunciada 6 veces.
Asunción no veía chatarra vegetal bajar por el río, para él eran billetes de 20.000 mojándose más de la cuenta. No podía dejar pasar millones en su cara sin hacer nada. Mi papá si es muy marica, habría pensado Sacarías. Nunca se lo habría dicho, pero sabría en qué estaría pensando cuando se quedara callado después de un saludo fallido. No es muy difícil distinguir entre el hastío por una larga convivencia y la decepción.
J.J, firme en su decisión de sacarlo de sus predios, pero conmovido también por el entusiasmo de Sacarías, contacta a Asunción con el hombre que andaba negociando títulos de propiedad. Él mismo se encargó de llegar a un acuerdo económico favorable para los intereses de padre e hijo. Asunción no le creía del todo, firmó los papeles y siguió su consejo, pero en el fondo pensaba que era un charlatán. En un tipo tan exótico no se podía creer. Una de sus excentricidades más notables era su afición al futbol peruano. El día en que hablé con él lo sorprendí viendo Sport Huancayo Vs. León de Huanuco, 3:36 de la tarde, cero-cero. Me quedé mirando la pantalla fijamente. Se intranquilizó e improvisó un zapping sin alma. Sobre la mesita del televisor estaban las obras completas de Arreola. La duda sobre si había leído o sólo presumía me la despejó Asunción, cuando lo mencionamos en una conversación:
– No sé por qué, pero cuando J.J ve una hilera de hormigas que va al nido siempre dice lo mismo, ahí llevan su prodigioso miligramo. A mí no me gustan sus cuentos, habla mucho ese tipo. Cuando se puso en esas me le oriné en el caminito de hormigas. A la media hora estaban todas las hormigas concentradas ahí, justo donde meé. Se me estaban comiendo los miados. No le puse cuidado y me compré un algodón de azúcar, de los rosados.
Las primeras pescas fueron un fiasco. Sacarías sentía el abucheo del agua y trataba de que no lo vieran los otros pelados, remando en una lancha mutilada, sacando ramas y colgandejos del agua. Los baños del colegio eran oscuros y no quería andar renqueando por ahí con la próstata inflamada. Las siguientes semanas experimentaron con armazones de sogas, redes y alambre, que templaban desde el tronco de un árbol de 12 pisos que creció junto al río. Asunción calculó el torque en la cabeza y lo intentó una vez más. Desde la orilla, Sacarías lo vio amarrar las sogas con dificultad y luego acercarse tratando no romper un silencio invisible. Atados a los extremos de las sogas yacían los cadáveres de dos árboles, suficientemente gruesos para trabajar la madera o molerla para fabricar madeflex. Eran las 7 a.m. y el pelado sonreía. Le dice a su Asunción que quiere practicar algún deporte. Se lo exige. Asunción aduce problemas económicos y estreñimiento, pero el silencio sepulcral del niño le obliga a preguntarle por el deporte que tenía en mente. Quiero aprender a nadar, confiesa el pelado. Asunción ya no puede decirle que no y se compromete a pagar los 45.000 pesos mensuales que cobra la academia de natación El delfín rosado por la membrecía.
Asunción contaba con los dedos de tres manos sus ganancias en miles por hora. Las crecientes río arriba y la sana deforestación e infertilización de las tierras altas hacían las delicias del porteño. 3 semestres de contaduría se veían ahora chiquitos ante esto. La estratosfera se desplomaba y enviaba de tanto en tanto una res que no respetó la fuerza de la corriente. Cómo celebraban esos milagros siniestros. Cuando caía un animal grande estallaban su colección de encendedores contra la pared. Los vecinos se tiraban al piso. Asunción se cagaba de la risa y le daba dos mil al muchacho, para que fuera a jugar atari. Era una rata para Call of duty 4 ese mozo. En el local de juegos de video fue víctima de la ironía infantil, aunque ninguno de los presentes se comprometió con el comentario. Sacarías era, a sus 14 años, un ejemplar de 1,89. A pesar de su tamaño era sensible como un catador de agua mineral. Fue al delfín rosado, hizo 45 piscinas y lloró. En la casa su papá lo esperaba con un monociclo que encontró en la última pesca, por el que se lanzó al agua imaginando la inusitada reputación que ganaría su hijo entre los vecinos. Asunción tenía una mirada precisa, evolucionada desde un ojo normal, para poder distinguir los objetos y las texturas. Aseguraba detectar el olor de la corriente cuando escondía metros más abajo algo de oro. El oro huele, le decía a su hijo, quien se atenía a las evidencias y nunca le creyó: jamás le vio sacar nada dorado.
El lote ya estaba pagado y asunción pensaba en ponerle baldosa al baño. La lancha sin motor se movía fácil de un lado a otro y la madera simplemente se enredaba en la redes. Ambos tenían en mente pescar, aunque no lo mismo. Asunción pensaba en madera y su hijo en artefactos fluviales. Se imaginaba sacando un iPhone de las redes o una brújula de plástico, para que lo nombraran almirante. Sacarías busca nenúfares con la linterna. Esto no es la Amazonía. Abajo, en el torrentoso fin de los niños, cree ver una cubeta de pescado fresco. Ha consumido demasiado oxígeno. Piensa en lo raro que se siente ser hijo del loco del Jarillón. No quiere que le digan freak, quiere ser igual y verse tal y como se ven los demás niños. El heroísmo vanguardista de su papá le vale 3 vergas.
Sacarías llegó a la orilla del río, donde J.J encaramaba la madera en una camioneta roja con platón. Las playas del Cauca estaban sonando raro. Sacarías vio un tumulto de gente. Tonsoyer había regresado. Los pescadores estaban estupefactos con los zapatos de ejecutivo que llevaba. En el acto J.J dejó lo que estaba haciendo y se acercó. Un pescador sostenía los zapatos en la mano y trataba de leer la marca. Sacarías se adelantó y leyó en voz alta:
– Mancuso Shoes.
– Hechos con piel humana – Apuntó J.J. Algunos presentes, recién bajados de la tractomula, se ofendieron terriblemente con el comentario. J.J. no saltó a pedir disculpas, se limitó a embetunar los zapatos con babas. Yo le jalé a la polichada cuando llegué a Cali, decía el hijueputa. Tras finiquitar su espectáculo dejó a los pescadores y areneros, llevándose la carga de madera para venderla. Sacarías insistió en acompañarlo a pesar del desinterés de J.J por llevarlo. Intranquilo por la mala estampa de J.J. no se sentó a su lado en la camioneta que les iba a hacer el viaje. Si continuaba con su régimen de ahorro en 3 meses tendría lo suficiente para comprarse un telescopio y un reproductor de música norcoreano. No se podía imaginar qué desastre natural podría arruinar la cosecha de dinero. A nadie le importa ese puto río. Somos los únicos en el negocio, dijo en voz alta. Sacó la cabeza por la ventana y escupió a un chúcaro que regresaba en cicla al barrio. Su dentadura perfecta encandelilla renoletas y hombres de a píe.