Doña María Pataquiva recibe su pensión en uno de esos bancos que ahora llaman “para viejitos”. Fue maestra en el corregimiento de El Chilcal, municipio de Dagua, en las décadas de los 80 y 90. En su vida pasada vivía junto a su familia en una parcela que cuidaba su esposo, mientras ella enseñaba ciencias sociales en la escuela local.
En el mes de marzo del año pasado la suerte cambio para la Familia Pataquiva. Oscar, el hombre de la casa, fue acribillado a balazos a la entrada de la finca que cuidaba, junto con el dueño de la misma. María no entendió bien lo sucedido, pero supo que sus días en la hacienda habían terminado.
Para el final de mes María y su hija de 7 años, Marly Viviana, llegaron a Cali donde un prima Susana que les dijo, vivían en el barrio El Caney, en una casa para ella solas frente a un parque, donde su prima calculó que Marly podía pasar las tardes, o elevar una cometa, como lo hacía allá en El Chical. Tenía una planada del tamaño de una cancha de fútbol para ella sola. Tenía además cafetales para perderse y una muy acomodada costumbre de meterse al río cuando hacía calor.
La prima las recibió de cierta manera, con alegría, pero de otra con pena. La verdad nunca pensó que su ofrecimiento iba a ser tomado en serio. La verdad estaba chicaniando con la familia, nada más. Peor ahora tenía a dos mujeres, una viuda y una huérfana que no tenían para dónde irse esa misma noche.
No fue para menos la incomodidad de Susana. La casa en la que vivía pertenecía a un extinto narcotraficante, que llegó a vivir al barrio en sus inicios, allá unos 20 años, cuando todavía estaban construyendo las primeras etapas. La ubicación del mismo era privilegiada, en la ciudad pero lejos del centro, con muchos matorrales un río y sembrados de caña en los que perderse, por si algo.
El tipo no tenía mujer. Contrató a Susana como empleada del servicio. Le pagada mucho más de lo que se ganaban sus compañeras, dice. Por una sola semana de trabajo podía pagarle más de 200 mil pesos.
El hombre decide contratarla interna un día. Ella dice que llevaba un rato largo sin coronar nada y no le entraba billete. Así que la dejó para que no dejara caer de mugre la casa mientras se iba a hacer una voltereta de ésas. Se fue para el aeropuerto en la mañana y le dejó, cuenta Susana con los ojos emotivos, un cerro de billetes de 5 dólares, para que se mantuviera mientras tanto. Le explicó cómo y dónde debía cambiarlos y le pidió que no confiara en nadie al respecto, que la podían tumbar con el cambio.
De eso hace 3 años y medio. El jefe de Susana nunca regresó. Ninguna llamada. Algunos amigos que ella vio ir a la casa alguna vez arrimaban en carros a preguntar por él. Ella les decía que se había ido para Holanda y que no había regresado aún. De hecho, su socio más cercano, rondó durante algunos meses la casa. Susana estaba segura de que quería entrar por algo que su jefe tenía encaletado ahí.
Un día sin más el tipo se presentó a la puerta y empujando a María dijo que tenía que sacar algo de la habitación de su antiguo socio y allá se estuvo como dos horas, bajó con un maletín de cuero lleno y nunca se volvió a aparecer por allá.
Susana se consiguió un novio para que sacara una línea alterna de suministro eléctrico para la casa, dado que a los 6 meses Susana se quedó sin billetes de 5 dólares para seguir pagando los servicios. El agua se las regala una vecina que le cogió cariño a Marly.
La casa es de tres pisos y tienen una terraza, donde originalmente había varias matas y materas colgadas de una estructura de metal que ahora está arruinada por el óxido. La casa entera está cayéndose. Susana vende chance afuera de la mansión en decadencia y su prima cocina para las tres, mientras consigue algún empleo.
“Me voy en bicicleta con Marly hasta el mercado móvil de Nápoles, que es el más cercano que hay. Por 10 mil pesos me traigo con tulas llenas, la vaina está en ir casi al medio día, cuando los vendedores están que se van y le dejan a uno más barato todo”
En los 3 años que lleva en la casa ningún funcionario de la oficina de estupefacientes ha llegado hasta la casa de Susana a preguntar por escrituras o incautaciones. La policía no se ha aparecido una sola vez y ella no sabe hasta cuándo va a durar su ocupación. Sobre todo ahora que llegó otra familia del campo a vivir allí con ellos. Don Fabio y Angelina, junto con sus tres hijos, se piensan acomodar en el tercer piso, el que está en obra negra aún, porque el jefe lo estaba acondicionando como un gimnasio. Las paredes no tiene repello pero aún hay unas viejas bicicletas estáticas.
Como ninguna autoridad emite orden de desalojo Susana ha pensado en alquilar alguna habitación para así tener dinero para alimentar las muchas bocas que ahora la acompañan. Ella dice que se siente feliz de poder ayudar, pero teme que la subida en la densidad poblacional en la casa haga sospechar a los vecinos de algo y llamen a la policía. La casa no es suya y ella lo sabe, algún día llegará un recibo de catastro o habrá una visita de alguien incómodo.
Mientras tanto ella y sus familiares se acostumbran a bañarse con tutuma. En sus planes está conectarse a la red del acueducto, de la manera que sea. Es lo que menos le gusta del lugar, dice, no poder bañarme. Sus prima y su hija han comenzado a hacer empanadas los fines de semana. Entre las 3 esperar reunir lo suficiente para no morir de hambre, mientras alguien viene y reclama lo que no es de nadie.