Por Silvio Cortez
En el contexto social se pueden apreciar diferencias entre los niveles de capacitación de los individuos que conforman el colectivo. Estas diferencias, axiomáticamente, se han reducido a, primero, los que cuentan en su haber con un título profesional y los que no, y, segundo, consecuentemente, a los que están capacitados para desempeñar funciones y los que no lo están. Esto sería lógico si el haber sido formado por la academia fuera sinónimo de contar con las herramientas básicas e imprescindibles para desempeñarse en una función, determinada o no, sujeta a la decisión de un ente o persona. Ahora bien, si deambuláramos por tiempos pretéritos en los que el estado (iglesia) se reservaba el derecho de permitir el acceso a la alfabetización y por ende a los documentos escritos sería cierto que la academia sería la única vía para llegar al conocimiento, aunque aun así no se puede despreciar el poder de la tradición oral. Pero en nuestros días es hartamente sencilla la consecución de libros y documentos (Sobre todo la carga multimediática que se expone en Internet) que permitieran en cierto grado la formación intelectual.
Pero quién puede aseverar que el hecho de que alguien que cuenta con un título es poseedor del conocimiento y sobre todo del talento necesario para adjudicarse un cargo, por el contrario, qué osado ortodoxo daría palabra de que un individuo que no cuenta con documentos que “certifiquen” su conocimiento no está preparado para los mismos menesteres. ¿Cómo se podría discernir entre quien está más capacitado para el oficio? Es éste el vórtice de la discusión y el sustentáculo de lo que se desarrollará a continuación.
Planteemos, como primera medida, el que eventualmente los encargados de infundir el conocimiento, los maestros, tuvieran la verdad única, que fueran los únicos capacitados para aprobar cuando alguien está situado en el nivel de competencia mínimo para salir a enfrentar el mundo laboral. Que los maestros tuviesen el demiurgo guardado debajo del sobaco, que los que no estén supeditados a su juicio no pasaran de ser gandules o bestias iletradas que deambulan por las calles sin instrucción alguna, que al verlos estamos frente al pitecántropo aún no extinto. Ahora la discusión se centra en determinar la calidad de los pedagogos encargados de guiar a los “alumnos” por el sendero del saber. Aquí hay demasiados ingredientes como para ahondar en todos, pero podemos rescatar los más importantes. El nivel del modelo educativo de muchas entidades de éste talante es de sospechosa calidad, y en estos casos, y suponiendo que el pedagogo tiene la capacidad para enseñar bien, el educador se ve atado por la estructura de la que hace parte y se ve castrado en su deseo de encausar y dar el conocimiento a sus estudiantes. Aquí en Colombia, como en muchos países, muchas entidades privadas son más un negocio que un centro de aprendizaje y esto hace que la labor de enseñanza por parte de los maestros se vea atrofiada por la disposición de las directivas y por el modelo de la universidad misma. Los alumnos avanzan por el sendero universitario creyendo que su nivel es óptimo, cuando en verdad los están engañando y otras personas con algo de disciplina y voluntad se pueden formar a ellos mismos, forjando su futuro y su intelecto. Estas personas, muchas veces, descreen del sistema educativo imperante y deciden que estarían mejor por fuera de él, de hecho muchos logran superar a los que si tuvieron a la academia en ciernes por largos años. Hay muchos casos, en diferentes ramas, de personas que se han forjado así mismas, y que han logrado reconocimiento y prestancia en su labor, que han logrado erigir su obra de manera magnifica y que han podido trascender a lo largo de los años.
Pero no podemos desacreditar a la academia. Hay universidades e institutos que tiene un óptimo funcionamiento y cuyo material humano resultante es en verdad excelente. En nuestro país muchas universidades públicas, y algunas privadas, han logrado mantener un nivel, desde su génesis muy bueno, y crean en el estudiante el hábito de la lectura, la duda, la desconfianza por el trabajo propio y ajeno. Ahí sólo les están dando las herramientas teóricas pero que el resultado de su trabajo dependerá del buen uso que les sepan dar a estas y del talento con el que nacieron que, para ser sinceros, es algo que nadie puede aprender, así se gaste millones en carreras y seminarios alrededor del mundo.
Otro punto a favor de la academia, es que estructura y cimienta mejor a los que pasan por sus aulas. La teoría se maneja cronológicamente y con la ayuda de años de experiencia en el arte de la enseñanza se puede llegar a compartirla con el estudiante. Normalmente el que ha salido de academia está mejor estructurado teóricamente que el autodidacta pero esto no quiere decir que sea mejor o que tenga más conocimiento, sino que sus saberes se encuentran respaldados por una anatomía muy fuerte. También, para ahorrase problemas con la exigencia del carnet profesional o por presiones de los padres, muchos cursas diversas carreras desacreditando así al ámbito universitario y dando una mal imagen de la academia.
Para remover aún más tierra del piso en que está fundada la discusión podemos agregarle a este bebedizo unas cuantas gotas legislativas, que rezan, con algunas diferencias dependiendo del oficio calificado, que están impedidos legalmente (en algunas ramas) aquellos que no cuenten en su haber con un adiestramiento académico acreditado por una institución de carácter técnico o universitario. Hace poco hubo una controversia dentro del país acerca del tema del carnet profesional para los periodistas, ya que muchos de ellos, sobre todo los de mayor edad y recorrido, son de formación estrictamente empírica y carecían de la acreditación académica correspondiente, es en este campo en el que más se ha generado controversia alrededor del carnet profesional.
Las artes legalmente están exoneradas de este impedimento legal para albergar en su seno a los denominados (o autodenominados) artistas, pero dentro de los círculos artísticos de alto nivel están vistos con mejores ojos los que detentan una formación académica. Aquí, en lo artístico, se puede prescindir con relativa facilidad de la academia ya que el artista es un ser libre y autónomo y muchos de ellos, si bien ostentan una carrera profesional, no es el campo en el que se desempeñan. Pero en otras áreas, que si son en mayor parte teóricas, los libros y materiales de consulta, que son de fácil consecución, son la mejor herramienta que pueden blandir los autodidactos en la edificación de su intelectualidad. Además es más meritorio el hacerse a si mismo a ser prefabricado y muchas veces enajenado por una academia mal encausada.
Sobre todo en las artes creo que la academia es dañina, muy pero muy dañina. La verdad me parece imposible que a alguien se le enseñe, por ejemplo, a escribir, que un literato pueda ser fabricado. Le podrán enseñar redacción, ortografía, léxico, estructura semiótica o puntuación, que es necesario, sí, pero a escribir, a demostrar sentimientos, a ser original, a ser escritor, jamás, pero jamás-jamás. El arte no es de teoría sino de talento, de sentimientos, eso no se enseña. Tampoco un pintor, ni un escultor, ni un poeta. En estos casos la academia es dañina y sólo logra amputar las alas del artista antes de que este empiece a volar. Creo que una persona que quisiera ser escritor lo último que debería estudiar sería literatura, si así lo hace lo único que logrará será terminar escribiendo igualito a todos los demás.
Ser autodidacta no debe ser un anatema, los que aprenden solos no deben capitular, no, de ningún modo, basta con lograr la inmunidad de su movimiento, y esto se hace a partir de que sus representantes puedan hacerse merecedores de reconocimientos y que la calidad de su trabajo sea devastadora e irrefutable, porque por más que algunos quieran negar sus méritos, si su trabajo es dantescamente bueno sus detractores tendrán que aceptar que, por lo menos en esos casos, se pudo prescindir de la academia.