Por Alex Sterling
Sé que no puedo mentirle a Albertine, sé que no puedo decir lo que quiero, que no tengo talento para extender las palabras a significados imposibles, ni siquiera difíciles, y que lo único difícil o imposible que pudiese hallar sería darle dignidad, aunque sea un poco de belleza, a un poema para regalárselo a una de esas mujeres simples y feas que veo desde las ventanas de esos rascacielos en los que nunca voy a estar, rascacielos paralelos a la inmensidad, imaginados, simétricos como las nubes, ni siquiera un tanto retorcidos, para que pareciera que se caen, para que anunciaran el desastre, la caída, la inmensidad arrojada en el asfalto, retorcida, entre hormigón, acero, estatuas de cobre y vidrios pulverizados, la inmensidad reducida a lo que es, un edificio de cien pisos lanzado desde el cielo a la cara de esos muchachos sin sombrero, sin ojos y sin cordones en los zapatos que se mueven dando brincos en los andenes y en las tiendas de ropa costosa, que nunca entrevieron en sus conversaciones ebrias que la inmensidad se les venía encima, con toda la furia de la creación, con todo el absurdo del medioevo y de las festividades de fin de año, con toda la gravedad de los mundos condensada en una obra maestra: La tierra arrojada sobre sí misma, aplastando a los pobres niños que esperaban habitar en ella, pulverizando sus mascotas, sus puentes y sus miserias. Y sobre las ruinas, el florecer de vegetaciones inconcebibles, nuevas razas con piernas más fuertes, que llegarán a los planetas vecinos de un salto, donde nunca se inventaría el telescopio ni el periodismo, donde no habrían lenguas porque no habría nada que decir ni un ser medianamente inteligente para entenderlo, donde no hubiera que ponerse lentes de marco grueso o leer libros de sociólogos franceses para maquillar la derrota monetaria, donde no se toparía uno con mimos, profesores de geografía o fotos a color de paseos familiares a playas de arenas grises, el mundo en blanco y negro, imagínese, el milagro de la evolución cantado por un retardado, la inmensidad con menos valor que un calzoncillo. La inmensidad cubriendo tus genitales y oliendo a entrepierna. Indudablemente, sería una imagen hermosa. Alguien debería hacer una pintura de eso, yo no, yo solo podría ponerme un pincel entre los dedos del pie izquierdo y dar coses sobre una hoja. No. Yo no. Yo no podría narrar este desastre. Claro, ahora lo sé, debo callar y proceder, debo pararme de esta silla, acercarme a Albertine y darle su dinero, porque quedarme quieto o hablar haría que esa inmensidad recién descubierta y ya desacreditada me consumiera los huesos y las uñas, todo, todo elemento sólido de mi cuerpo y de mi casa. Debo moverme constantemente y en silencio, como una rata, como un ángel condenado a ser un siervo, divirtiendo a los hombres y a sí mismo, como un enano, como un gorila amaestrado, que devuelve la carne que robó y recibe un banano como premio, por ser un buen gorila, ¡Bravo, animal! no piensas demasiado, aprendes rápido, no preguntas para qué es el banano o de quién era la carne y finalmente te duermes en tu celda sin decir nada, y debes aplaudirlo y apreciarlo, claro, cómo no, es tu oficio. Animal. Ser de seis letras y cuatro patas que babeas cuando comes, que respetas y que callas. Si Albertine fuera una domadora y yo su bestia, me ataría yo mismo a un poste fuera de mi celda y me quedaría allí justo hasta que le hiciera falta y viniera buscarme, lo sé, Albertine nunca fue muy sociable, pero me necesitaría, se vería impelida a enseñarme nuevos trucos, nuevas acrobacias, y vendría a mí, y yo la vería venir afilando una garra con la otra, con su delgadez graciosa, con esa belleza torpe y desdentada, azotando el látigo contra sus botas, para amedrentarme, para hacerme sentir seguro; y yo la atendería con monerías y reverencias, me le comería los dedos y los labios, no por urgencias honorables ni ensoñaciones de quinceañera, sólo para redimirme, para ser más animal y menos conciencia, para ser más perro y menos humano. Por eso debo pararme ya y regresarle su cartera, para no ser yo animal y tener que tocarla.
– Toma, la encontré bajo la estufa. – le digo y tiro la cartera en la mesa.
– ¿Dónde estaba?
– Ya te dije que bajo la estufa.
– ¿Bajo la estufa o bajo tus uñas? – me dice y me mira queriendo esconder su miedo, levantando la comisura izquierda del labio para hacerse la que no tiene piojos. Se ve tan niña, tan desprotegida, no tiene ni el recuerdo de sus maldades para distraerse, es una olvidadiza, ya lo sabré yo que tenía que recordárselas de tanto en tanto. Una mujer que no sufre sus culpas no es más que una piedrecilla tumefacta que no sirve ni para mezclarla con cemento y hacer un bolardo, tan frágil y tonta que no sé si escupirla o abrazarla.
– Te digo que bajo la estufa, mujer, y es lo último que diré.
– Pero si busqué ahí más de tres veces.
– Bueno, te lo concedo, pero ¿para qué habría de intentar robarte un dinero que de igual forma me ibas a dar?
– No sé, no tengo idea –dijo Albertine y luego revisó rápidamente el contenido de la billetera- pero bueno, la has encontrado, para qué hablar más.
– Si no hay nada que decir es mejor no decir nada.
– Así es – Susurró Albertine y sacó unos billetes que luego puso sobre la mesa – aquí está el dinero que me pediste, he puesto unos billetes de más, van de mi parte, no tienes que pagármelos si no quieres.
– No lo haría de todas formas.
– Lo dije solo por decirlo.
Y besándome la mano desapareció, entre unos de los tres pasillos que salen de la cocina. Yo levanté el teléfono y pensé en llamar a mis amigos para gastarme el dinero, pero no lo hice, colgué y me senté sobre el lavaplatos. Recordé de repente que todos se habían casado. El fajo de billetes que había acabado de recibir me tallaba en alguna parte y el trasero se empezaba a mojar.