Por Redacción Caliescribe.com
Salir de Colombia es un milagro. Contando a Toga y las Islas Fiji, ahora son 23 los países que no les exigen visa a los colombianos para pisar sus tierras. Esa cifra incluye todos los territorios sudamericanos, exceptuando Venezuela. Para ir al Ecuador, un colombiano sólo tiene que presentar su pasaporte al día y el pasado judicial. Así que parece que, por el momento, el continente del sur es el único destino abierto que tenemos.
Las filas en la parte colombiana son extensas, pero se mueven rápidamente. Mientras nos formamos esperando nuestro turno un par de muchachos, ataviados excesivamente con maletines y bolsas, nos piden que les guardemos el puesto. En Colombia es normal que las personas se salgan de la fila por corto tiempo, confiando su posición a algún desconocido, que por lo general acepta con la condición de que al volver se forme atrás de él, lo que genera rechiflas y reclamos manifiestos de los que están aún más atrás.
Esta vez somos los últimos, así que no habrá problemas. De entre las decenas de tramitadores era de esperar que por lo menos uno nos abordara. El tipo nos ofrece llevarnos hasta Quito, en un carro particular, perteneciente a un amigo suyo. Se niega a fijar un precio y dice que debemos esperar a que él llegue para que lo hablemos directamente. Después de sellar el pasaporte y llenar la tarjeta andina acompañamos al tramitador hasta el parqueadero, donde nos espera su amigo, montado en una camioneta blanca de doble cabina. El precio que negoció con nosotros era demasiado bajo, ridículo. Me hizo pensar, inmediatamente, que su interés era otro. Así que le respondemos con un rotundo no y nos alejamos sin mirar atrás, rumbo a territorio ecuatoriano.
Los trámites de entrada esta vez son mucho más burocratizados, ineficientes hasta las últimas consecuencias. Ahí nos encontramos de nuevo con la pareja de amigos que nos había pedido que les guardáramos el lugar. Esta vez ellos están más adelante en la fila y nos dejan meter. La gente que está tras nosotros, en su mayoría ecuatorianos, no hacen reclamo alguno, a pesar de que perder solo un puesto podría significar un retraso de hasta media hora. Al borde del desespero, terminamos los trámites y emprendemos camino hacia Tulcán, desde donde salen los buses a Quito. Allí tomamos uno que por 4 dólares nos demora unas 6 horas hasta la capital. Viaje poco interesante. El paisaje aún es igual al que se puede ver en Nariño, Colombia; retazos de cultivos en varios tonos de verde, bordeando precipicios que alumbran un río en sus profundidades. Sin contratiempos.
¿Qué es una circunvalar lumínica?
Se entra a Quito por una circunvalar desde la que se puede apreciar toda la ciudad. A las diez de la noche, desde un punto elevado, exceptuando quizá a Las Vegas, Tokio y New York, todas las ciudades del mundo son iguales. Millones de luces esparcidas en un manto negro. La circunvalar atraviesa una serie inusual de túneles, por su número y ubicación. El espectáculo de los túneles se debe a su proximidad y a lo bien iluminados que están. A pesar de la hora, el tráfico es muy pesado. Uno tiene la fortuna de quedarse varios minutos en cada uno de ellos, soñando que está en un submarino.
El gobierno de Quito ha realizado una serie de inversiones, permitidas por un manejo muy organizado de las finanzas municipales. Han implementado un sistema de transporte masivo similar al de Bogotá. Los buses articulados, sin embargo, carecen de un carril propio y se mueven enloquecidos por lo ancho de las vías a 80 kilómetros por hora, dejando atrás un pegote de personas y carros pequeños, mentiras ;), que a su paso se tiran sobre los andenes, como si fuera una cosa normal. De alguna forma, este desorden no se ve mal. Incluso la extraviada arquitectura de la terminal de buses tiene su gracia. Pensábamos pasar una noche en Quito, pero decidimos seguir derecho hasta la frontera con el Perú, porque presentimos, quizá bastante equivocados, que no había nada más que verle a esta ciudad.
(Cajas de fósforos flotando en el espacio)
El paso de Quito a la frontera con Perú se hacemos de noche. No más subirme al bus me duermo profundamente. Al despertar me demoro unos cuantos segundos en darme cuenta que efectivamente ya he abierto los ojos. Miro por la ventana y no veo absolutamente nada. Nada. La chatarra en la que viajamos carece de cualquier cosa que emita luz. Intento escuchar algo en la radio que llevo conmigo, pero el espectro radial está totalmente muerto. Me quedo mirando por la ventana hasta que duermo nuevamente.
Al despertar, encuentro resueltas señales de vida. Ranchos que levitan el aire, levantados con guaduas sobre un lago que parece haberse secado hace mucho, ya que los nuevos pobladores han construido sus casas al nivel del suelo, sobre la superficie anegada, donde se han acumulado años de porquería, que la gente arrojaba cuando vivía sobre el agua, creyendo que desaparecería para siempre. Estos cadáveres de esterilla se multiplican por kilómetros, unidos con la carretera por puentes quebradizos, donde en las tardes niños con el ombligo para afuera se sientan a contar los trenes cañeros que pasan atortugados.
Justo a la orilla del río Babahoyo nos dejan descender del bus por 15 minutos para usar los servicios sanitarios. A unos metros, junto a las aguas, los pobladores han enterrado a sus muertos. Un provinciano con bigotes asegura que en temporada de lluvias la corriente desentierra los cadáveres y los deja regados por la carretera. Las señoras creen que el alma del río los regresa a la superficie para que puedan ver, una última vez, cómo van sus cosas. Sin duda, la explicación menos macabra que se le pude dar a un cráneo aplastado en el lodo junto a envases plásticos y mierda de pájaro.
El dueño de una tienda, al averiguar que era colombiano, me dice que a Correa le falta carácter, que si Uribe lo estuviera fumigando él iría a la guerra. Más o menos una hora después, leo horrorizado un letrero en una pared, ¡Álvaro, sálvanos! Espero que se refieran a otro Álvaro, algún político local o al obispo de una desvergonzada secta amazónica. Los ecuatorianos de esta zona levantan muros sin ninguna función además de pintar sobre ellos la carota de un político en campaña, lo demás está hecho de adobe y ramas secas. Le pregunto al campesino que va en el asiento de atrás por qué pasa esto,
– En las otras superficies la pintura no coge bien.