
Por Benjamín Barney Caldas
Arquitecto de la Universidad de los Andes con maestría en historia de la Universidad del Valle. Docente en la San Buenaventura y la Javeriana de Cali, el Taller Internacional de Cartagena y la Escuela de arquitectura y diseño, Isthmus, en Panamá. Miembro de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, la Sociedad de Mejoras Públicas de Cali y la Fundación Salmona.
Sin duda lo que queda en nuestras ciudades del urbanismo y la arquitectura que se hizo en ellas desde su fundación hasta inicios del siglo XX es lo mejor. No solamente como espacio urbano publico si no como soluciones sostenibles para los edificios, especialmente en tierras templadas y calientes. Como en la Villa de Leyva, por ejemplo, que cuenta en las pocas grandes manzanas de su casco viejo con dos plazas y dos parques, antes también plazas, o Cartagena, en donde sus estrechas calles a las que se asoman balcones que no sólo le dan frescura sino su incuestionable belleza, o como Mompox con su sugestiva Calle del Medio que serpentea paralela al río. Pero también la regularidad del trazado de los cascos viejos de Santa Marta o Popayán, para mencionar las ciudades grandes. O la gracia de Barichara, Santafé de Antioquia, Girón y tantas otras poblaciones menores. Y la frescura y funcionalidad de cualquier casa de hacienda vallecaucana o la calidad ambiental de cualquier claustro en el país, que han servido a través de los años apropiadamente para muchos usos diversos, por lo que son el mejor ejemplo de sostenibilidad.
Además, lo mejor de lo moderno lo es principalmente porque mantiene antiquísimas tradiciones urbanas, que son tan propias de la especie humana como la lengua. Es el caso, por ejemplo, del Centro Internacional de Bogotá. Se trata de invariables como la variedad discreta dentro de una homogeneidad general; o los paramentos y alturas uniformes, solamente contrastados por unos pocos edificios representativos; o los colores y tonos concordantes; o el predominio del lleno sobre el vacío; o la preponderancia de los peatones sobre los carros; o la diversidad de funciones pero organizada; o la clara separación de lo privado de lo público; y muchas otras. Pero no lo consideramos así por el prurito de ser modernos si saber muy bien de que se trata ser modernos. Caemos en lo supuestamente novedoso e ignoramos que precisamente hoy lo más moderno es terminar de hacer ciudades, que siempre son viejas, y no apenas edificios que casi nunca son tan “novedosos” como pretenden sus arquitectos.
Como dice el economista chileno Manfred Max-Neef, "actuamos sistemáticamente en contra de las evidencias que tenemos" (Amy Goodman, Democracy Now, 2011). Y lo que dice de los economistas y la economía se puede aplicar tal cual a los arquitectos: “Primero que nada, necesitamos de nuevo economistas cultos, que sepan historia, de dónde vienen, cómo se originaron las ideas, quién hizo qué y así sucesivamente. Lo segundo, una economía que entienda que es subsistema de un sistema finito más grande: la biosfera, y como consecuencia la imposibilidad de tener un crecimiento económico infinito. En tercer lugar, un sistema que tenga claro que no puede funcionar sin tomar en serio los ecosistemas. Pero los economistas no saben nada de ecosistemas, no saben nada de termodinámica, nada de biodiversidad, son totalmente ignorantes respecto a estos temas.” Y por supuesto esta confidencia da mucho en que pensar, principiando desde luego con la íntima relación que tienen las ciudades, y por ende la arquitectura, con la economía. Y de ahí con el patrimonio.