
Por Benjamín Barney Caldas
Arquitecto de la Universidad de los Andes con maestría en historia de la Universidad del Valle, y Profesor Titular (Jubilado) de la misma. Docente en la San Buenaventura y la Javeriana de Cali, el Taller Internacional de Cartagena y la Escuela de arquitectura y diseño, Isthmus, en Panamá. Miembro de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, la Sociedad de Mejoras Públicas de Cali y la Fundación Salmona.
Como informó el Diario Occidente, 30/12/2012, en la Secretaría de Tránsito Municipal creen que es necesario instalar reductores de velocidad en algunos puntos de la ciudad para reducir la accidentalidad, pero que “por ser un elemento que afecta la movilidad […] no está autorizando instalar nuevos reductores […] en ninguna vía de Cali”. Ambigüedad muy caleña: si pero no. Pese a esa restricción, y que son el elemento más agresivo en materia de señalización vial, y el último recurso al que se debe acudir cuando no hay ninguna otra solución para que el conductor entienda que debe reducir la velocidad, la Secretaría recibe muchas solicitudes para su instalación y, ante la casi segura negativa, los ciudadanos los construyen en donde se les da la gana y sin las especificaciones técnicas indicadas.
Es imposible determinar cuántas de estos cuestionables embelecos hay en las calles de Cali, y su proliferación está relacionada con que “la gente considera que es, desafortunadamente, la única forma en que el conductor puede acatar una norma de tránsito y reducir la velocidad”. Pero lo que no ve la gente -ni las autoridades-, es que la alta accidentalidad del transito en Cali es debida a la pésima señalización y demarcación de sus vías, incluyendo los policías acostados, que producen súbitas frenadas por su mal diseño, tanto como el mal diseño de las vías propiamente dichas. Además la gente, incluyendo los chóferes de buses y taxis, sencillamente no sabe manejar bien, sobre todo los conductores de motos, los que muy irresponsablemente hacen en Cali lo que se les da la gana, incluyendo los de la Policía.
Además los reductores de velocidad, construidos por los particulares sin las especificaciones técnicas indicadas, especialmente en las calles de los barrios residenciales, desajustan los vehículos y a muchos los dañan, sobre todo cuando las barreras son angostas y muy altas, y aun mas cuando están en calles con huecos, como muchas en Cali, o que nunca se tapan bien. Lo que constituye una redundancia muy caleña, pues para que “acostar policías”, antes de que se tapen los huecos, si con ellos basta para que haya que circular despacio. Pero es que los reductores de velocidad desde luego se ponen es por que les encantan a la gente, ya que son una manera de apropiarse de las calles como se hace con los andenes al modificar su suelo al gusto de su “propietario” o estacionar en ellos los carros o una venta ambulante, con servicios y todo.
Los reductores de velocidad, si se precisan, deberían estar solamente en las esquinas, en donde, si es del caso, deberían tomar la forma de anchos pasos pompeyanos para su seguro cruce por los peatones, con lo que se matarían dos pájaros de un tiro, como se ha insistido repetidamente en esta columna. Pero nada de esto es de interés para los caleños, y nada se hace para educarlos en este sentido: en el respeto por el espacio urbano público. Como dice Javier Marías (Los villanos de la nación, 2010), “los problemas de las ciudades se ven como asuntos menores. En los periódicos van a parar a las tristes secciones locales, en la que toda noticia se difumina y angosta.” La información del Diario Occidente por supuesto fue una bienvenida excepción, como lo es la columna ¿Ciudad? en El País, toda una ya larga salvedad en Colombia.