Vida Nueva
Héctor De los Ríos L.
Cuando Jesús dice que se va de nuevo al Padre, los discípulos entran en pánico, sienten que se les mueve el piso. La despedida sabe a lágrimas. Por eso, les dice repetidamente: “No se turbe su corazón”, ni se acobarde”. Aquel día, en el cenáculo, el nudo en la garganta de los discípulos era grande.
Y no es para menos el que los discípulos se sientan inseguros a propósito de la partida de Jesús. El Maestro constituye el punto de referencia de sus vidas, sin su presencia no hay seguimiento ni tampoco futuro. De ahí que teman el verse desprotegidos y sin orientación, en otras palabras, huérfanos del amor que los sostuvo.
Pero la actitud de Jesús ante la inminente partida es diferente: “Si me amaran, se alegrarían de que me fuera al Padre”. Evangelio de este domingo: San Juan 14,23-29:
Sin la guía del Espíritu Santo, verdadero Maestro del Evangelio, el discipulado es inviable. Cuando un discípulo es educado interiormente por el Espíritu Santo puede seguir con mayor fidelidad a Jesús, conduce mejor su proyecto de vida –sobre las rutas del Evangelio- y adquiere todo lo que se necesita para entrar en la comunión total con el Padre y con el Hijo.
Los discípulos están tristes en el cenáculo porque es la hora de la despedida. Jesús les muestra que no hay motivos para estar tristes porque su partida no es abandono sino plenitud de su hora y punto de partida de una nueva forma de presencia.
La partida es dolorosa, sí. Pero todo depende del punto de vista desde donde se miren las cosas. Si la miramos desde fuera, la muerte de Jesús parece una catástrofe. Pero si la miramos desde donde la ve el mismo Jesús, es distinto: quien pone en práctica las enseñanzas del Maestro, no pierde la seguridad cuando llega la hora de la muerte de Jesús, sino que es confirmado en la fe en Él, en la paz y en la alegría por su victoria. Jesús invita a acoger esta visión de las cosas y a apropiársela. Hay que creerle a Jesús.