Por Héctor De los Ríos L.
Vida Nueva
Jesús camino de Jerusalén, actúa como profeta, el mayor de todos. No sólo anuncia palabras de Dios sino que es la Palabra de Dios encarnada. Va camino de Jerusalén hacia su muerte y resurrección. Revela una vez más con lenguaje profético a sus discípulos su misión. “Yo vine a encender fuego en el mundo y cómo deseo que estuviera ardiendo” (evangelio de este domingo: San Lucas 12,49-53). Trae en su misión fuego divino ante el cual no se puede ser indiferente. Fuego que purifica, que vivifica, que ilumina, que enardece. Él encarna ese fuego. Quien se acerca a él siente el calor y el contagio de ese fuego que revela y realiza los planes de Dios. El frío y la oscuridad de la condición humana desaparecen ante él.
Da un paso más y anuncia que el momento esplendoroso de ese fuego será su muerte redentora. La llama su bautismo el momento cumbre de su consagración de enviado del Padre al cumplimiento de las promesas divinas. Es su anhelo: “cómo sufro esperando que llegue ese momento”. Vendrá pronto y los Evangelios nos hablan de la oscuridad que rodea su cruz y de la claridad sin igual que circunda su resurrección. Es Jesús máximo, profeta de Dios, que entrega su vida para cumplir su misión. Es la máxima manifestación del fuego divino que trajo a la tierra y persiste hoy en ella.
Toda vocación cristiana está marcada por la misión profética. En el llamamiento que el Señor nos hace a entrar en su proyecto salvador en la Iglesia se incluye el servicio y el riesgo proféticos.