VIDA NUEVA
Evangelio: San Lucas 18,9-14: “Dos hombres subieron al templo a orar…”
Con frecuencia, por el hecho de ser creyentes practicantes, corremos el peligro (o sufrimos la tentación) de creernos mejores que los demás. La Palabra de hoy, (domingo 30 del tiempo ordinario) con la parábola evangélica del fariseo y el publicano, nos va a prevenir contra esta tentación. La palabra destaca el valor de la humildad para alcanzar el favor divino. Nos invita a ser sinceros y a pedir perdón, de corazón, a Dios.
La oración del cristiano debe ser el encuentro muy grato entre Dios y él, dos personas que se conocen y se aman, cada una desde su propia realidad. Ante Dios no podemos presentarnos soberbios y autosuficientes. Debemos desnudar la fragilidad propia de nuestra condición humana. No se trata de una actitud postiza sino la verdad de los que somos. Y así nos ama el Padre Dios. Reconoce en nosotros el rostro humilde de su Hijo Jesús en la experiencia de su humanidad. Lo que más nos aleja de Dios es el pecado. Hace parte de nuestra condición humana. Reconocerlo para removerlo es el primer paso. Casi que le decimos a Dios que nos comprenda. Que ilumine su rostro y nos bendiga, como decía un orante del Antiguo Testamento. Lo propio de Dios es perdonar y él lo sabe hacer generosamente cuando encuentra en nosotros un corazón que hace el vacío de la soberbia humana que tantas veces nos habita. Pero el perdón de Dios incluye dos dimensiones. Nos envía a la casa, como al publicano perdonado, para que en ella empecemos a vivir una vida nueva, y nos envía a la sociedad de nuestros hermanos, a esa casa grande donde vive la familia de Dios para que en ella seamos testigos de su amor que comprende, que ayuda, que comparte con los que con nosotros forman la gran familia de Dios. .
Dios es el protagonista
Dios no es un espectador de nuestros procederes. Es el autor en definitiva del sentido religioso de nuestras acciones. Sin su gracia y su amor es imposible practicar lo que él quiere. Dios no busca sólo que el hombre sea honorable y correcto, sino que sea su hijo, abierto a su amor, humilde, capaz de reconocer la necesidad que tiene de él para vivir como hombre honrado, y como hermano solidario de los demás.
La parábola del recaudador de impuestos y del fariseo contiene para nosotros algunas lecciones morales que podemos sacar: – Primero: Ser santo no es ser ritualmente perfecto y lleno de rectitud, sino amar a Dios y dejar que él nos ame. – Segundo: La humildad es mejor que la perfección humana; Dios no puede resistirla. – Tercero: La comparación con los demás es fútil. La única comparación sana es entre nosotros y Cristo. Compararnos con los demás es equivocación y nos deja complejos de «superioridad» (nos creemos mejores que ellos =lo que hizo el fariseo), o de «inferioridad» (nos creemos sin valor frente a ellos… Pero el publicano no hizo eso…). – Cuarto: La religión no es en primer lugar lo que yo hago por Dios, sino lo que Dios ha hecho, hace y hará por mí. ¡El protagonista es DIOS!
La verdadera piedad
El fariseo típico, tal como nos lo presentan los Evangelios y los escritos judíos contemporáneos, se separaba él mismo de sus conciudadanos a causa de la convicción que tenía de su propia justicia, tan firme como para hacerle despreciar a todos aquellos a quienes miraba como incapaces de agradar a Dios, por ejemplo, a aquellos judíos que mostraban indiferencia respecto de las minucias de la observancia tradicional y, por supuesto, a aquéllos que eran gentiles de nacimiento.
La parábola del fariseo y el publicano, que más bien es una narración ejemplar, tiene, al igual que la anterior ( parábola del juez y la viuda), la oración como tema, pero su fin no es instruir sobre la manera recta o falsa de orar, sino sobre la piedad recta o falsa que se manifiesta en la oración, en el diálogo con Dios. La parábola es la justificación de la actitud de nuestro Señor para con los pecadores, y termina con la repetición de la advertencia proferida cuando echó en cara a los fariseos su prurito de ocupar los primeros puestos, aviso que no puede dejar de sugerirnos el espíritu que alienta en el Magníficat.. y las bienaventuranzas.
Este es el tema central de la parábola. Pueden verse dos tipos de justicia: la del hombre que se la concede a sí mismo por sus obras y la que Dios otorga al pecador que se convierte. En el relato se encuentran las bases del tema paulino de la justificación por la fe. El recaudador de impuestos, «publicano», está al margen de toda ley y sin salida humana. Ante ese contraste profundo con el fariseo, Jesús se pronuncia contra la opinión del auditorio: Dios es el Dios de los desesperados y el hombre que recibe la «justicia» es quien no tiene ningún derecho a ella. Porque ¡esa justicia es don de Dios!
Esos dos personajes habitan en cada uno de nosotros. Tenemos actitudes soberbias y orgullosas incluso ante Dios. Muchos hombres de hoy, enorgullecidos por sus conquistas, prescinden de Dios en sus vidas. Cantan triunfos que en el fondo llevan el sello de lo efímero. Pero hay otros muchos, silenciosos, esos que ignoran los medios de comunicación. Viven la verdadera pobreza evangélica que es reconocimiento de la necesidad de Dios y apertura a su amor y su gracia. Entregan sus vidas para construir la ciudad de Dios desde este mundo. A través de acciones generosas dejan ver al Dios misericordioso actuante en el mundo. No hacen pregón público de sus obras. Las viven simplemente como expresión del amor de Dios en el mundo. A nosotros, movidos por la gracia de Dios, nos toca ocupar el puesto que debemos ocupar, el del pecador que se abre a la acción transformante de Dios.
Relación con la Eucaristía
En la celebración eucarística los cristianos experimentamos de manera privilegiada la justificación por medio de la fe en Jesús. La comunión en la Palabra y el Pan nos hace descubrir nuestra condición de pecadores ante el Dios que nos salva.