En la audiencia de los grandes señores se consideró la contratación de un joven maestro. Era un joven de buena familia y buen amigo de uno de los hijos de un importante funcionario de la industria cosmética, allá en la capital. Su problema era que esta amistad, a pesar de ser de suma importancia, era el único referente que se tenía acerca suyo. Si bien se había hablado bien de él, se temía que su inexperiencia lo traicionara y terminara devorado por lo alumnos y por las complicados informes que había de entregar al final de cada clase, junto con una rigurosa descripción de comportamiento individualizado de cada alumno. A pesar de los considerables esfuerzos que se hicieron de uno y otro lado su vinculación a la universidad como maestro fue siempre pospuesta. El joven maestro pasaba el tiempo bajando mangos de los árboles y armando fogones en los extensos pastizales del campus. Se jactaba frente al personal de mantenimiento de ser capaz de hacer 33 diferentes platos con tan solo tres mangos y una libra de arroz. El resto del día dormía, sostenía disputas territoriales con los gansos y los niños rojos o enviaba cartas quejándose ante las autoridades universitarias por el deplorable estado de los sanitarios.
La gente le preguntaba frecuentemente que por qué no conseguía un empleo mientras se definía su situación en la institución. Él respondía que, simplemente, no sabía hacer nada más, aunque, precisamente, enseñar es lo que menos sabía.