Tengo dos sectores favoritos en Cali, el sur y el oeste. Mis preferencias tienen que ver con la sensación de seguridad y bienestar que experimento entre sus calles amplias y arborizadas. Casi en ningún barrio como en Capri me siento tan bien. Entre la brisa y la sombra de sus palos de mango, como si hiciera parte de una de esas ilustraciones de los testigos de Jehova. Casí me parece ver los leones pastando en la cancha de futbol y pienso que la vida debería ser así para todos.
Pero Cali, esta ciudad que conocí en el noventa, guarda pocos rincones como ése y cada día trae menos sombra a sus habitantes. Me entristece pensar que en el futuro las continuas demostraciones administrativas de incompetencia y corrupción arruinen aún más el ya magullado ideal de ciudad Cali que llevo disimulado en el bolsillo, como quien no quiere la cosa.
El caleño ha entregado desde hace mucho a las fuerzas de la corrupción el destino de su terruño, desde los años del cartel hasta hoy, Cali se ha deformado y después de la llamada “remodelación del cielo” quedó convertida en un purgatorio donde todos esperan y nadie hace nada.
El problema no es de civismo, no señores. El problema es de autoridad, autoridad política, policiva y sobre todo moral. El valluno se ha ido convirtiendo en un truhán, un pillo buena gente dirán, pero un pillo al fin. Y si esta sociedad no sufre un remesón no quedará mucho para los años que vienen.
Voy por la novena y calle tras calle me acerco al centro. La fealdad y el miedo se van apoderando de mis huesos, la pobreza nos va a estallar a todos en la cara. Casí no me permito pensar en el oriente, en Siloé, o en Ciudad Jardín. Allí crecen las razones del miedo. Entre los ricos que actúan como traficantes, lo sean o no, y los pobres que lo soportar y lo justifican con el crimen al que los empuja en muchas ocasiones la necesidad y en otras la ambición.
Sigo por San Fernando, ese pasado en ruinas, hasta llegar a San Antonio. El barrio “histórico” donde se centra la movida cultural directa o indirectamente. Allí vamos todos, todos. Edades, condiciones sociales, niveles educativos, desde el master hasta el jibaro ruedan por esas calles que parecieran reclamar en cada uno de sus rostros una realidad distinta.
El descontento es generalizado. Las noticias de los esfuerzos por el cambio llegan de todas las comunas y se pasan con cerveza hasta que llegue la policía. Todos somos la solución y todos somos el problema. Tal vez nos una además una misma incertidumbre. ¿Cuál es la Cali que queremos? Nadie tiene esa respuesta, nadie sería capaz de arriesgar una lista de lugares comunes; por que la ciudad que queremos tendría que levantarse sobre los escombros y las cenizas del desastre que hemos logrado. Hay que hechar todo abajo primero.
Valor, valor para echarlo todo abajo, para rehacer la ley, para pasar por encima de unos cuantos que en su idea de progreso nos hunden más y más en el lodo. El punto culminante de esta década no fue la navidad pasada cuando aún la gente creía las promesas del alcalde y bailaba ensortijada el reguetón de los idiotas. Fue esta navidad cuando los pobres de la ciudad, los asalariados y los ricos coincidieron en el descubrimiento de lo obvio. Estas calles, esta Cali, ha sido enajenada. Es de otros. Esto sólo pudo ocurrir por el profundo abandono, por nuestra marcada indiferencia.
Ya que estas aquí
Conoce Caliescribe!
Tambien te puede interesar…
Crónica del fin de la Feria popular de Cali
Pareja fue atacada por guarda de tránsito con gas pimienta
EL MIO, otro gran fracaso de la administración de Ospina
Todo lo que debes saber sobre el 'revolcón' a los servicios bancarios
10 cosas que el saliente alcalde Jorge Iván Ospina preferiría que no supieras
Polémica: ¿pudieron evitarse las inundaciones de Juanchito?