Por : Jaime Corrales
Nueve de la mañana, cuarenta grados a la sombra. Nos saludamos. Bromeando le pregunto si de verdad quiere hacerlo conmigo, en este calentamiento global.
–Sí, Ken, no le demos más vueltas.
–Busquemos refugio –le digo–.
La temperatura es suficiente para freír nuestros cuerpos.
Como reos fugitivos nos metemos en un oscuro depósito atestado de archivos, un cuarto infecto sin ventilación ni aire, sólo un escritorio viejo. Abro su blusa. Dos tiras de tela mantienen en órbita los dos cuerpos celestes. Su rojo corazón galopa, la piel recalentada transpira feromonas. Como neanderthal hambriento busco alimentarme de su carne hasta que muera el último átomo.
Sin más largas nos arrancamos la ropa. Palpitación. En las guerras nunca hay tiempo. La abrazo desde atrás, abarco sus senos mojados, la giro sobre sí, la arrojo sobre el escritorio. Su respiración es un soplo de fuego que calcina mis hojas. Los aviones sobrevuelan la ciudad. Le reviento la tanga. Pétalos húmedos de algodón entran en el fragor. La irrumpo y exploro su interior. Me mira como diciendo adivíname, entiérrate, encuéntrame, empótrate en mí, conóceme desde adentro, soy tuya esta primera vez, para siempre. Respiro como braman las bestias que serán polvo. La miro. Tantos años dándole largas al amor y ahora todo termina.
–Ken, no esperes más que el calor nos va a matar –me dice.
Ahora la secretaria de gerencia es un fogón, un horno incandescente a mil grados, temperatura que cuece las estrellas. Me quema quedarme adentro, llama que incendia las glándulas sudoríparas, que consume nuestra agua interior hasta ser vapor… Sumérgete…
Braceo en su mar, me abrevo de su sudor. A lo lejos se escuchan las sirenas. Siento sus pezones salados. Subo aspirando el agua mineral de su cuello y bebo de sus labios.
Llega la fisión del núcleo, se libera energía.
–Detente, me hieres, Ken, estás hirviendo, deja entrar el aire.
–Olvida que hay aire, amor, brisa…, sólo olas de cuerpos gaseosos y sudor empozado entre nosotros como una laguna volcánica. Me revuelco, naufraga sobre mí, restriego mi pecho contra sus pezones hasta que entiende la palabra delirio, delira, desvarío, abismo, nuestro abismo, corriente de semillas que destilan, que habitan, el final de la vida.
–¿Te derretiste? –me pregunta, risueña.
Sonríe. Mece su cadera. Un pentagrama de gotas empaña los vidrios. Retumban las sirenas por toda la ciudad. Tendremos un hijo de este apocalipsis brutal, un heredero del pasado sin futuro, una sombra que dé cuenta de nuestra existencia. El edificio tiembla, la ciudad debió llamarse ‘Crematoría’.
–¿Estás segura de que quieres fusionarte conmigo?
–¿De qué hablas, Ken?
–Ya no importa. Bienvenida al último minuto…
–¿Estás bien, Kenji Aroshi?
Escuchamos el estallido.
–Aquí muere la poesía y la metáfora –le digo.
–No entiendo…
–Aquí se acaba todo… créeme.
Abro las puertas del depósito. A esa hora, el banco de Osaka es un remolino de gente aterrorizada. El techo se atomiza por la onda de fuego. Corremos por las escaleras tratando de escapar. En el último instante la detengo, la abrazo, el fuego nos abrasa, nos vaporiza, cuerpos en lava. Quedaron como una sola sombra, tatuados en la pared.
Hiroshima, a un millón de Grados.
G. GARCÍA MÁRQUEZ
11 de septiembre de 2009