La Super Heladería Gabby se asoma una cuadra antes, con un parasol de colores que estalla entre las nubes de polvo que dejan los buses que transitan por esa calle, como una tormenta de mangostas devorando esos cultivos de caña que uno ve cuando viene del aeropuerto hacia Cali. Gabby se enseña alegre desde lejos, pero es mentira. Gabby está sola, nadie la visita. La heladería queda en la Kra 70 con 3, al lado un deposito de materiales para la construcción tan hedionda que es difícil precisar si huele a orines de caballo o a materia fecal de perro. Afuera tiene 3 mesas rimax y un payaso de fibra de vidrio con la boca abiertísima, para que la gente tire la basura a través de su garganta o meta la mano hasta el intestino, cuando botó algo que no debía. El payaso tiene una mirada sobrecogedora, de paramilitar con motosierra, y tengo que taparme las orejas para no pensar en el ridículo parecido que tiene con mi padre. Adentro, un televisor empotrado en la pared, un refrigerador oxidado que antes de la glaciación fue blanco, una vitrinita llena de cigarrillos, súper-cocos, bananas y uno que otro paquete de galletas; y una pecera que sirve como florero para una mata –la corona de una piña-. Ahí no suena nada, sólo la bulla que hace el refrigerador y los motores de los carros que pasan por la calle de al frente. Estaba haciendo frío.
-Buenas. A la orden- dice una señora bajita y gordita que salió apresurada de atrás del refrigerador. Cuando la saludo y le voy a hablar me dice que espere y se clava en un cuaderno que está llenando con un lápiz. Espero. Me fijo en un ventilador de aspas que cuelga del techo. Si yo fuera golondrina, haría mi nido ahí… ¿pero qué maricadas estoy diciendo? Espero. Pasan unos minutos. El lugar está vacío. Casi vacío. Minutos después de mi llegada a la heladería vacía, entró una mujer joven, gorda y con el cabello muy corto y anaranjado, se sentó en una silla y cogió otra para poner los pies. No pidió nada, no dijo nada, no saludó a nadie, y empezó a dormirse por intervalos de tiempo. Durante todo el tiempo que yo estuve ahí, ella también lo hizo.
-Mire, ahí están los sabores. ¿Cuál quiere?- señala unos helados dibujados en icopor de colores desnaturalizados: Cucurucho sencillo, cucurucho doble, Mini-estrella, estrella sencilla, estrella con frutas, piña hawaiana, vaso grande de helado, vaso grande de fresas, cono super-danés, choco-conos, paletas, ensalada de frutas y malteada.
Decido acercarme a la señora gorda, a preguntarle, tal vez, no sé, no sé a preguntarle qué. María Teresa regresa tras el mostrador, lápiz y papel, de nuevo. Miro a la señora gorda a la cara, ella me levanta las cejas. Le apesta la boca. Me retiro hacia el mostrador. Doña Teresa es bajita, blanca y gordita y aparenta tener entre 45 y 50 años. Tiene cejas de mentira, ojos color café y boca grande. Usa aretes largos y con un caimán trata de ponerle juicio a su cabello. Tenía puesta una bata de laboratorio blanca, unas sandalias que dejaban ver el paisaje con el que decora las uñas del dedo gordo del pie.
María Teresa está siempre ahí, sentada tras ese refrigerador de domingo a domingo. Ella dice que los heladitos se venden pero hace más de 8 horas que no entra nadie, a parte del niño, que se llevó una paleta de agua de $500. Las matemáticas elementales o el vulgar sentido común arrojarán el mismo resultado: si cada paleta le cuesta $200 y ella la vende a $500, le gana $300 a cada paleta. Y si esa suma está bien hecha, y si, digamos, vende dos paletas por día (una más de las que ha vendido hoy) se ganará $600 diarios. Está bien, cometo imprecisiones, sí, sí, la maldita pereza, la maldita falta de rigor. Está bien, agreguémosle a eso que los domingos la gente consume más. Vamos, sumémosle a la vaina $40.000 pesos de un domingo en el que la mitad del barrio amaneció con ganas de comer helado. Eso es lo que se hace en una semana. Y si se multiplica eso por 4 semanas que tiene un mes se obtiene una cifra que le hará pensar a usted que yo le estoy mintiendo. Pero no. Esa cifra es con lo que ella y su hija viven un mes, duermen un mes, comen un mes, cambian los bombillos un mes, y compran toallas higiénicas de un mes –un paquete de 7 o 10 toallas cuesta alrededor de $5.200 pesos, y en promedio a una colombiana sin amenorrea le dura la cosa unos 5 o 6 días, así que, al menos que recurra a los pañales reutilizables, su feminidad les sale a las dos en $10.400 al mes, sin contar con un eventual desajuste hormonal. Ese óvulo fallecido que se precipita, esa necesidad básica de mujer, les sale en 7 paletas, 2 estrellas con fruta y 5 cucuruchos dobles. Me levantó y me acercó a ella.
– Porque aquí no pasa nada y usted pregunta mucho. – me dice con dulzura y regresa a su sopa de letras. Yo me apeno y fijo la mirada en el televisor apagado. Le pregunto a ella si puedo prenderlo para distraerme un poco. Me dice que sí. Empiezo a dar brincos inútiles para alcanzar el botón de encendido. Maria Teresa me señala un butaco y sonríe. Enciendo el televisor. Sólo cogen los canales públicos nacionales. Parece que no puede pagar televisión por cable, bueno, tendría que elegir entre eso y las toallas higiénicas. La señal de Caracol y RCN entra tan mal que Maria Teresa me mira con los ojos enrojecidos cuando yo intento subirle el volumen. La entiendo, suena como si se viniera abajo una heladería. Así que dejo Señal Colombia y me siento en el butaco, al frente del televisor, disminuida, enana, avergonzada. Están dando un programa que se llama La Sub-30, algo así como un compendio de experimentos adolescentes con cámaras de video de baja definición. Un nuevo genio de Bogotá presenta su obra maestra, algo nunca antes visto: un video experimental acerca de la lluvia. Música de Coldplay, mujeres de perfil cundi-boyacense viendo llover a través de las ventanas de un bus. Nada más. Luego la presentadora, una muchacha con problemas afectivos que acude desesperada a un peluquero que la odia con el alma, habla de autores de otros continentes cuyos apellidos no sabe pronunciar bien y anuncia un video de un joven autor caleño. Richie Ray, tomas de La Plaza de Caicedo, el Palacio Nacional arruinado y orinado. Bien, muy bien. Hasta me dieron ganas de comerme otro helado. Entonces, una voz enmugrecida me saca del deleite.
– ¿Qué es esa mierda? Apagá eso. Eso tan malo, ¿eso pa’qué? – La gorda pelirroja mira la pantalla y suena tan harta y decidida que me apresuro a obedecerle. La gorda duerme de nuevo. Yo me resigno a mirar la decoración del lugar, otra vez. Las paredes color mango viche y mandarina madura deberían producir deseos de comer helado, a mí me marean. Tal vez sea eso. Tal vez sea que todas las tardes algún idiota quema un montón de hojas de almendro al frente y nadie se atreve a entrar por temor a morir ahogado. Un helado no vale la muerte. Tal vez sea eso.
Son las ocho de la noche. Un hombre joven entra y saluda a la señora gorda con un beso en la boca, se queda mirándola un rato. Entra un indigente –Grandote, gordo, caderón, peludo y blanco- a vender unas estampillas –figuritas de esas que regala en las papitas rizadas-. Le ofrece a la señora gorda, ella dice no. El tipo, que tenía una chucha capaz de abrir un caja fuerte, le ofreció las estampillas a Doña Teresa y al ver su negativa le pidió agua; el señor que había besado a la señora gorda le dijo: –¿Qué? ¿Agua? Yo a vos no te doy ni mierda- mientras tanto doña Teresa servía agua en una botellita. El loquito subió el tono de la voz y le dijo al señor -¡Vos!… ¡Vos sos un papasote! Un día de estos te voy a matar. Toma la botellita con agua y sale. El que había besado a la señora gorda esperó un rato, como petrificado por el calor y se va también.
Doña Teresa dejó de comprar helados porque a veces se le quedan ahí hasta dos meses y le toca botarlos. Solamente compra chocolate porque es su favorito y chicle porque es el que está de moda entre los niños. Eso dice ella, que a los niños les gusta el chicle.
La hija de Teresa entra rápidamente, vestida con el uniforme del colegio, abre un cajón –que funciona como la caja- y saca mil pesos. -¿Para qué los necesita?- Le pregunta la mamá, la joven, rubia –de ese rubio sucio y oxidado de mestizo- y de ojos claros, sin detenerse le responde – para una cosa- y se va.
Huele a lluvia. La cosa empeora, pero la señora no se da cuenta. Coge de nuevo su revista mata-tiempo y va pasando las hojas, buscando una sopa de letras divertida. Lo hace con emoción, o la finge, ¿a quién le importa? Es viernes, son las 8 y media de la noche. Tengo cosas que hacer.
La señora gorda habla:
-El negocio, sí, sí, el negocio, el negocio más malo del mundo.