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Pesar por los tejados

Redaccion., 19 May, 2012

Caliescribe presenta estas narraciones de ficción como parte de su compromiso con la divulgación de la palabra escrita en todas las formas que ésta pueda tomar.

Por Alex Sterling

No supe cuando Bárbara empezó a gritar. Estaba en una estación de gasolina en la que vendían almuerzos y nos dirigíamos a una finca. Serían 3 días de integración. Bueno… estaba atrapado con ella y tres amigos del trabajo, si ser fotógrafo de fiestas es considerado uno. Yo los guiaba en mi moto, ellos me seguían en un Renault Twingo. Hubiera preferido que Bárbara se fuera con ellos, pero prefirió aferrarse duro a mi espalda y viajar en la moto. Por fortuna el ruido del viento estallando contra nuestros oídos me salvaba de tener que escucharla mientras íbamos por carretera. Pero ahora, en este almorzadero barato, estaba atrapado y tenía que escuchar sus quejas metafísicas.

 "¿Qué quieres hacer con ese aceite? Este almuerzo no tiene vegetales verdes. No puedes iluminar una sala con tantas sillas vacías. Tienes un restaurante muy grande para tener tan pocos clientes". Aparte de la voz de ella, no había otra cosa que me recordara más el sonido de un vaso de kumis cuando se riega en una alfombra. Esa vez, en la tienda de carretera, lo pude escuchar claramente. Sentí cómo se desparramó por completo sobre el delantal de un japonés en la cocina. Lo escuché maldecir a los derivados lácteos y a Yukio Mishima, inmediatamente, pero lo que casi me hace perder la cordura fue el chillido que producía el kumis al ser absorbido por el delantal, donde tendría que hacerse a un lugar entre sangre disecada y viejas lágrimas de vaca. Tomé la mano de doña Bárbara, y la apreté. Cerré los ojos y sostuve medio litro de saliva en la nuez de Adán, naaa… nada. Otra vez. Nada. No pudo derrumbarse cómo aprendió a hacerlo en la playa, no, no era uno de esos días en los que podía hipnotizarla a través del tacto y lograr que se callara.

– Bárbara, debo ir allá adentro – le dije señalando la cocina con el tenedor.
– ¿Por qué?

– Debo saber qué me estoy comiendo.

– ¿Debes?
– No debo, perdón, tengo.
– Ustedes siempre juegan con esas dos palabras…
– ¿?
– Debo, tengo… "tengo es que morirme…"
– ¿Ustedes?
– Sí, los colombianos… – Jonás no la dejó terminar. Le arrojó un vaso de jugo de guayaba en la cara.
– ¿Qué te pasa colombiche? – le gritó Bárbara, cegada por la pepas de la guayaba, porque en esa parte del país los coladores eran considerados de mala suerte. Pueden hacer que las vacas se dejen de los caballos, y bueno…. ya todos sabemos cómo termina eso.
– En mi pueblo uno se come las guayabas con los gusanos – dijo América.
– Los gusanos de la guayaba están hechos de guayaba, eso es seguro, seguuuro. – remató Marco Tulio. Jonás no dijo palabra y se apresuró hacia la cocina, le dio tres patadas al bote de la basura con cara de payaso y dejó de imaginar que ahí adentro viven los rufianes de medio bigote que arreglan los teléfonos cuando los gatos cruzan las líneas.
– Ahhh, allá va, buen perro, obedece desobedeciendo… – dijo entre dientes Bárbara. Y entonces Jonás se detuvo: Eso era exactamente lo que pensaba de sí mismo. Alguien había escarbado en su cabeza. Alguien lo encontró interesante.¿Qué más habrá visto? ¿De qué tengo que avergonzarme ahora, vamos, dime? Ya no tenía fuerzas para hablar solo. Jonás salió del restaurante y atenazó su motocicleta. Partió entre una polvorela mientras sentía que Bárbara le agarraba una de sus botas pidiéndole que la llevara con él. Nunca supo cuántos metros la arrastró por el pavimento hasta que en una curva, eso cree recordar, salió disparada, con bota y todo, por un barranco.

– Te dije que no botaras tu almohada de plumas, te dije que apretaras bien mis botas, te dije que no me hicieras decir nada. – con esas tres acusaciones, que por otro lado eran justas y sinceras, despachó a Bárbara de su vida y le deseó una muerte instantánea y un entierro mediático.

 

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