Por Patricio Almeyda
Un niño, vestido todo de blanco, salió por la ventana de la casa. Me miró con sus ojos de madera y se acercó. Supuse que me veía como un extraño.
– Sólo cuento contigo – me dijo.
– No te conozco – le respondí y me di un aire despreocupado mirando hacia otro lado.
– No hay gafas que te puedan ocultar de mí – dijo y se miró la cara haciendo muecas en el reflejo de los lentes. Yo me apresuré a quitármelos apenado y los guardé en el bolsillo de la chaqueta.
– ¿Quién eres? – le pregunté. El niño se subió a un árbol.
– Algunas veces un conejo, algunas veces una piedra, algunas veces una hoja.
– ¿Por qué estás aquí?
– Vivo en esta casa – y señaló el lugar de donde había salido. Era una casa de madera sin pintar, más bien parecía una caja, aun así unas extrañas enredaderas florecidas se habían apoderado de ella y la hacían ver bonita.
– ¿Y vives solo?
– En este país todos vivimos solos, en nuestra propia casa.
– ¿Y qué haces para vivir?
– No mucho. Algunas veces hago de sombrero, algunas veces hago de pájaro, algunas veces hago de dedo – y se metió un dedo a la boca. Parecía estar divirtiéndose aunque conservaba un gesto duro en el rostro. Me empiné para verme aun más grande y le hablé con enojo.
– ¿Por qué me hablaste? Las hojas no hablan.
– Discúlpeme – Dijo dando un brinco – me tengo que ir – y se escabulló por debajo de la puerta. Un viento fuerte me enredó unas hojas amarillas en el pelo.
De pronto estuve de nuevo solo, en este gigantesco país que no conozco.