
Por Benjamín Barney Caldas
Arquitecto de la Universidad de los Andes con maestría en historia de la Universidad del Valle, y Profesor Titular (Jubilado) de la misma. Docente en la San Buenaventura y la Javeriana de Cali, el Taller Internacional de Cartagena y la Escuela de arquitectura y diseño, Isthmus, en Panamá. Miembro de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, la Sociedad de Mejoras Públicas de Cali y la Fundación Salmona.
Hace unas semanas informaron casi con bombos y platillos que alguna autoridad había ordenado desmontar las vallas puestas ilegalmente en Cali, pero nada pasó y ahora dizque es voluntario. Lo que infortunadamente no es nada raro en esta ciudad en la que nadie se ocupa de lo que se construye o pone en su espacio urbano público. Apenas de lo que se lleva acabo en él, y eso.
De hecho todas deberían ser consideradas ilegales pues usufructúan el espacio urbano público de la ciudad, que es de todos. No en vano el DRAE define valla no sólo como una cartelera situada en calles, carreteras, etc., con fines publicitarios, sino también como un obstáculo o impedimento material o moral. Y urbano, habría que agregar.
Tapan los cerros, la cordillera y el cielo, atardeceres y noches estrelladas, y groseramente se inmiscuyen en el paisaje urbano de edificios, avenidas y calles, al que no consideran para nada, como si la ciudad y su paisaje natural no existieran. Precisamente en esta ciudad recostada a una alta y bella cordillera y enroscada sensualmente en los dos imponentes cerros que la anteceden.
Pervierten el gusto público pues incluso las más bonitas llevan a aislar su belleza autista de su entorno, pues reducen a ellas mismas todo cuanto sucede a su alrededor, como ni siquiera lo está un cuadro en una galería de arte. Lo que es opuesto al espacio público que es un todo en el que su belleza estriba en la interrelación coherente de sus partes.
Son ajenas, pues, al espacio urbano y a la arquitectura de los edificios de la ciudad, a la que afean sin misericordia alguna. Con lo que es esquizofrénico alegar que son bonitas pues la incoherencia de varias cosas juntas lleva a un todo feo y que ni siquiera es un todo. Mas vale son una suerte de Frankenstein más monstruoso aún pues vienen a ser dos: el desorden de la ciudad sumado al de las vallas.
Y son todo un engaño pues lo que promueven no lo pueden adquirir la mayoría de los que las tienen que ver, y que en muchos casos ni siquiera deberían usar o comer. Por ejemplo, invitan a beber alcohol en el mismo espacio en que se multa a los conductores que han bebido, pero sus anunciantes no se responsabilizan por ello, como no lo hacen por la basura que generan los empaques de lo que venden.
Ni por la energía que malgastan para su iluminación, pues implica el uso del agua con que se genera en las hidroeléctricas, con lo que resultan nada amigables con el medio ambiente, siendo responsables del cambio climático cuando la energía es producida a base de combustibles que generan los gases de efecto invernadero que lo potencian.
Son además un peligro para el tránsito pues distraen a los conductores con sus reclamos casi pornográficos, y por estar arriba y a los lados, fuera del campo de visión normal de un conductor, que es al frente y horizontal. Tanto como marcar un teléfono celular, si no fuera porque en realidad pocos miran detenidamente lo que en ellas se vende.
Y desde luego la proliferación indiscriminada de las vallas en Cali no tienen nada que ver con Times Square en Nueva York, ni Piccadilly Circus en Londres, y en París no existen, más faltaba, que es la defensa manida de los que defienden la vallas. Y al hacerlo, están defendiendo un capitalismo salvaje basado en que más personas consuman más, lo que nos está llevando al desfiladero.