Por: Alex Sterling
Si usted compra una tablet ahora y le cuesta menos de 200 dólares probablemente se deba a que fue hecha en China. Sí, ya todos sabemos, hay tanta gente por allá, tan lejos que queda eso, que sale a huevo mandar a hacer cualquier aparato. Los costos laborales dan risa. Se justificó haber inventado el out soursing. Con lo que se le paga a un CEO de cualquier chuzo en Silicon Valley mantenés todo un ejército de trabajadores en el municipio de Tianjin por un año entero. Pero, ¿por qué fue posible este milagro económico? ¿Qué locuras pasaron por las cabezas de los enmohecidos dirigentes del partido chino para que dejaran armar este aquelarre capitalista? ¿Dónde se les jodió la psiquis?
Pues bien, China, como superpotencia, ha proyectado una imagen ejemplarizante y atronadora, en la que se le ve como un robusto comprador de materias primas y el principal exportador de industria ligera a nivel mundial. Es decir: La industria del acero, la producción pesada, aún no es su especialidad. De momento, la exportación de pequeños artilugios electrónicos, ropa, automóviles a precio de motocicleta y elementos para rellenar piñatas abastecen las cuentas bancarias donde se almacenan las reservas internacionales del estado Chino. Este superávit es producto de su volumen de producción industrial, que este año llegó a los 1,8 billones de dólares, una cifra que escandalizaría a Pablo Escobar en sus mejores momentos.
En el vecindario asiático, los otros tigres miran y toman nota. El modelo de crecimiento impuesto a partir de 1979, cuando el partido rojo hizo de la reforma económica una política de estado, ha dado resultados irrefutables a la fecha. Lo que en la década del 70 parecía un imposible, ahora era una realidad inocultable: La conciliación entre la ideología comunista de Mao y un modelo económico abierto, que permitiera la circulación de capital y la inversión extranjera, junto al billete en efectivo que suele acompañarlas.
El primer problema que tuvo que resolver el gigante de ojos rasgados fue que, desde la implementación de las políticas maoístas, el modus vivendi básico del hombre promedio chino estaba diseñado de tal forma que no le calzara al modelo de libre comercio. El trabajo era visto como un bien comunitario, no como un escenario de competencia individual. El partido controlaba todas las particularidades con hilos de acero tan gruesos que no se podría decir que eran invisibles. Mao era un poeta y un sensible, confiaba en las ideas como una píldora multivitamínica que suplía todas las necesidades del hombre, que reemplazaba proteínas y legumbres con decretos y trámites para reclamar subsidios. Pero había otras ideas y otros hombres: Deng Xiaoping venía del campo y le gustaba que las cosas se hicieran. La observación de los fenómenos de la tierra y los ciclos de producción agraria le hicieron comprender con certeza que el negocio estaba en la circulación. Para tener plata había que comerciar, salir por el mundo, catálogo en mano, ofreciendo, mostrando. Era claro, para empezar había que acabar con el hambre, así que se crean cuotas fijas de producción agraria por familia. Es decir, cada núcleo familiar debía producir una determinada cantidad de alimento para el estado, una cuota invariable, aplicando, y creando, nuevas tecnologías. El resto de lo que sembraran y recogieran, por primera vez, podrían venderlo. De aquí salen los primeros mercados campesinos, a los que acudían miles de personas a comerciar sus productos. Si llevabas un chivo, ya no lo cambiabas por 5 gallinas, no, ahora recibías billete. El intercambio de bienes por dinero hizo que el circulante se empezara a ver por primera vez.
Xiaoping ganó suficiente poder y popularidad con estas exitosas reformas, que literalmente sacaron al pueblo de la física hambre, como para hacerse, eventualmente, con el control del partido y de la voluntad del pueblo. Empezó entonces con la implementación triunfante de políticas de apertura económica, a las cuales se les puede rastrear un origen legislativo. Es decir, en qué medida se modificaron las leyes (o costumbres) parea promover el cambio. Antes de las reformas del 79, a los empleados chinos no se les podía sacar de la empresa por bajo rendimiento. La mediocridad y la incompetencia hacían de las suyas, como se podría pensar. Cuando el aparato burocrático que permitía crear empresa se flexibilizó, se empezó pagar de acuerdo a la producción individual de cada trabajador, costumbre traída, por no decir impuesta, por los inversores extranjeros. Empezaron a producir en serio y en serie. La industria, impulsada por un motor de 1,300 millones de chinos de fuerza se hizo tan poderosa que ayudó a sostener un crecimiento económico de, en promedio, 9 % anual, algo nunca antes visto en la galaxia. Oportunistas, inversores y especuladores de toda laya gastaron miles de dólares aprendiendo correctamente la gramática y la fonética china. Era claro para todos: el futuro se escribía en mandarín.