

Por Benjamín Barney Caldas
Arquitecto de la Universidad de los Andes con maestría en historia de la Universidad del Valle y especializaciones en la San Buenaventura. Ha sido docente en los Andes y en su Taller Internacional de Cartagena; en Cali en Univalle, la San Buenaventura y la Javeriana, en Armenia en La Gran Colombia, en el ISAD en Chihuahua, y continua siéndolo en la Escuela de arquitectura y diseño, Isthmus, en Panamá. Miembro de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, la Sociedad de Mejoras Públicas de Cali y la Fundación Salmona. Escribe en El País desde 1998, y en Caliescribe.com desde 2011
Desde la prehistoria, cuando una construcción debía ser imponente y simbólica se recurrió al arte, primero con las tumbas y luego con los palacios, y la arquitectura militar con sus castillos, que por su imponencia, creaban arte aunque no fuera su propósito principal. Pero mucho más que cualquier otra obra de arte, la arquitectura requiere de la técnica para poder ser levantada venciendo la fuerza de la gravedad, el empuje del viento, la lluvia y el deterioro que estos comportan con el paso del tiempo. Más es sin duda el paisaje, ya sea natural o urbano, lo que le permite ser arte, ya que no puede evitar decir algo con su sola presencia, como lo señaló Lewis Mumford (La carretera y la ciudad, 1963).
Las pirámides de Egipto, hasta el siglo XIX las construcciones más altas del mundo, son aún admiradas por sus visitantes como una obra de arte ya que provocan una sorpresa que emociona. Es interesante pensar que cuando los árabes utilizaron sus recubrimientos para sus construcciones más mundanas no estaban sólo destruyendo un símbolo que no era el suyo, sino que el arte de su arquitectura apuntaba al placer de habitar un palacio; y por otro lado si se hubieran conservado intactas muy distinta sería su imagen ya que no quedaría a la vista su construcción con grandes bloques de piedra y parecerían falsas; de ahí el acierto de I. M. Pei al hacer de vidrio la pirámide del Louvre.
La Alhambra en Granada, de árabes y bereberes, es la última y mayor expresión del arte en la arquitectura islámica de occidente, sobre todo por la vinculación del agua a la arquitectura. Allí, el placer de la vida, la arquitectura y el agua, son inseparables, como lo pueden disfrutar sus visitantes si la recorren lentamente mirando la ornamentación de sus patios y salas y oyendo el murmullo del agua, y al descansar observando vistas lejanas desde sus ventanas y balcones. Allí no hay la repetición idéntica de algo, lo que elimina las sorpresas al mirarlo y en su recorrido, y que pronto lleva al aburrimiento, como sucede con tantas insípidas filas de casas o edificios de apartamentos idénticos.
Pero cuando en el siglo XX el Movimiento Moderno decidió que la arquitectura, incluyendo el arte, debería ser para todas las funciones, rompió su larga historia, la que Deyan Sudjic, define como la arquitectura del poder (The edifice Complex, 2005) y su vulgarización pasó por alto que la ciudad es una obra de arte colectivo, pero no como una pintada, como los mamarrachos que abundan en Cali en la que cada uno pone lo que a bien tenga, si no como la suma de sus edificios en la que sólo se deben destacar los que deben ser monumentales, mientras que los demás apenas deben mejorar, y sólo si es lo necesario, un espacio público existente, especialmente si es una calle y mucho más si es una plaza.
Por eso la arquitectura verdaderamente posmoderna debe recuperar el oficio en tanto arte pero utilizando las nuevas técnicas y no abusando torpemente de ellas como lo hizo la llamada arquitectura espectáculo, y mucho peor aun cuando es apenas su lamentable imitación cómo sucedió en Colombia. Que la nuevas formas dirigidas a la captación de la energía solar, la climatización pasiva y la iluminación natural, ante el cambio climático y la escasez creciente de agua dulce, sean los nuevos recursos formales para la evolución del arte de la arquitectura, y no el torcer caprichosamente, con la ayuda de las nuevas técnicas, las formas tradicionales, como Gehry en el Guggenheim de Bilbao.