P. Héctor De los Ríos L.
Vida nueva
29 domingo del tiempo ordinario
Evangelio: San Marcos 10,35-45
Nos habla el evangelio de dos discípulos conocidos: Santiago y Juan. Son hermanos, forman parte del primer grupo de compañeros de Jesús, se los llama con el sobrenombre de «boanerghes» («hijos del trueno»; Eran por tanto de carácter algo impetuoso.
Quieren asegurarse el futuro en este mundo y ser tenidos en cuenta para ocupar los mejores puestos. En el fondo sus sueños son cortos y caducos. Cristo, quien es la mayor identificación del Siervo del Señor, ha anunciado en tres ocasiones su muerte futura. El camino que hace porfiadamente hacia Jerusalén lo lleva a esa muerte. Sus discípulos, soñando un mundo distinto, lleno de posibilidades terrenas, de un reino donde hay puestos importantes para ocupar, no entienden lo que Cristo les propone: estar dispuestos también ellos a compartir la misma suerte, a dar la vida muriendo en beneficio de la humanidad
Está claro que tienen ambiciones notables. Se ve que no han entendido nada de lo que Jesús estaba por hacer. Se preparaba a la ignominia de la cruz, y ellos todavía no lo habían entendido.
La respuesta de Jesús los confronta con la realidad del mundo que han elegido al seguir, libre pero confiadamente, a Cristo. No es el mundo de honores pasajeros y perecederos sino la consagración para siempre como servidores desinteresados pero eficaces de la humanidad. Los invita a ser como él: «¿Pueden beber la copa que yo voy a beber?»
El verdadero poder de Jesús no consiste en distribuir los puestos de honor, sino el de hacer que se participe en su trágico destino: «La copa que yo voy a beber, sí la beberán y también serán bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado; pero, sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado».
El diálogo sobre la «copa» y el «bautismo» está en evidente paralelismo. Pero no se entiende cómo los dos puedan beber el cáliz y ser bautizados, si no es pensando en el martirio que sufrirán (ambos) màs tarde. A través de las dos imágenes, Jesús parece evocar sin duda su muerte violenta, que Él presagia como una obligación absoluta de fidelidad hacia al Padre.
«Al oír esto los otros diez, empezaron a indignarse contra Santiago y Juan ». La ambición personal daña el ambiente comunitario y origina rivalidades. Hay que recordar que también los otros comparten la misma ambición, pues en otra ocasión estuvieron discutiendo sobre los primeros puestos o sobre «quién de ellos era el más importante». Y el Señor tuvo que enseñarles a todos que era la humildad (como «niños») y el servicio a los demás lo que hace grande e importante a alguien en el Reino de Dios.
Por tanto, el enojo de «los otros» demuestra que ellos tienen la misma mentalidad y los mismos sentimientos que Santiago y Juan. ¡Cuánto le cuesta al Maestro purificar las mentes rudas de sus Apóstoles y elevarlas al Mesianismo de la Redención! Ellos, que van a ser en el «Reino» Mesiánico los jefes, han de tener de la autoridad un concepto totalmente diverso del que se tiene en los otros «reinos».
Así como El, «Rey» del «Reino Mesiánico», es el «Siervo de Yahvé» y el «Servidor de todos» que da la vida para salvar a todos, del mismo modo quienes en su «Reino», en su Iglesia ejerzan autoridad, no la tienen para dominar despóticamente, sino para servir; servir hasta dar la vida por las ovejas que tengan encomendadas.
La autoridad en la Iglesia es un «servicio» que prolonga la entrega y la Pasión de Jesús, en orden a hacer llegar la eficacia de su Redención a todos los hombres. El Mesianismo de Jesús es «divinizar» todo lo humano. Por eso oramos así en la Eucaristía de este Domingo: «Concédenos, Señor, que al frecuentar los celestes misterios progresemos en la gracia; que sintamos tu auxilio en los asuntos temporales y quedemos más instruidos en el valor de los bienes eternos» (Oración después de la Comunión).
«Saben que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre ustedes, sino que el que quiera llegar a ser grande entre ustedes, será su servidor, y el que quiera ser el primero entre ustedes, será esclavo de todos»
Se refiere a los dirigentes políticos de su tiempo: que en el fondo es el estilo de todos los tiempos. Por el contrario, la comunidad de los discípulos debe ser dominada por el servicio: esto está expresado con dos términos que indican graduación. Se habla de «siervo» (diakonos: y de «esclavos» (doulos: No se puede escoger a quién servir: se debe ser esclavo de todos, cambiando el esquema mundano.
«El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos». Él se merecía, como Hijo de Dios, todos los honores posibles. Pero se despojó y optó por un camino doloroso, el de la Cruz. Es muriendo en ella donde va a ser glorificado no con una gloria humana sino con la que le dé su Padre Dios. Lo resume en una frase para recordar siempre, sobre todo cuando sufrimos el halago de los honores: «El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos». Hace de su sacrificio y de su muerte la máxima expresión del servicio.
Jesús nos ha dado ejemplo en todos los campos: su anuncio del Reino como Palabra salvadora, sus obras compasivas con los enfermos y necesitados, su compartir de corazón las tristezas, como cuando lloró por su amigo difunto, pero sobre todo su muerte en cruz para la salvación de la humanidad, han sido las muestras de su servicio. Ante él sería vergonzoso pedir puestos como lo pretendían los hijos de Zebedeo, en lugar de asumir su misión de entrega de la vida por los amigos que se aman que para él son todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares.
Morir por alguien puede tener dos sentidos: o morir en beneficio de alguien o morir en sustitución de otro. Un santo del siglo pasado, el sacerdote Maximiliano Kolbe, se ofreció a morir por un hombre que debía ser sacrificado en tiempos de la persecución nazi. Lo sustituyó en el sacrificio para que viviera a favor de su familia. La Iglesia lo canonizó abismada ante la grandeza de su sacrificio. Esta muerte no habría podido darse si antes no se hubiera dado otra, la de Jesucristo, el justo y sin pecado, en beneficio de toda la humanidad.