En Colombia, lo público muestra una gran fragilidad tal vez porque no tenemos un sentido de racionalidad colectiva. Parecería que no entendemos los alcances de nuestros actos frente a un destino común. Que lo público sea frágil quiere decir que la sociedad civil abunda en iniciativas que no logran trascender la esfera de los intereses individuales y termina por delegar en los actores políticos la toma de decisiones sobre los asuntos colectivos. Sólo en algunas ocasiones, como en las recientes protestas universitarias, un sector significativo de la sociedad se levanta para hacerse escuchar y toma esa responsabilidad en sus manos. Pero en general ni la población ni los actores políticos toman la bandera de la racionalidad colectiva, y se dedican a operar a partir de lógicas clientelistas, patrimonialistas o mercantilistas que no contribuyen a fortalecer el bien común.
Los actores económicos, por su parte, se guían por una racionalidad de lucro y cuando orientan su acción a la esfera pública o al Estado lo hacen con un sentido corporativo en el afán de ver favorecidos sus intereses. Es por ello que la privatización de las empresas del Estado se ve con tan malos ojos desde varios sectores de la política. El ejemplo más claro y reciente ha sido el escándalo de la Salud y las EPS´s que tienen aún hoy al país al borde de un infarto. (Dios salve al Hospital Universitario)
Cuando ocurren cosas como el despilfarro de 105 mil millones de pesos en el Estadio de Cali y justo al frente el Hospital más importante de todo el suroccidente colombiano está a punto de cerrar, parece evidente que no existen ciudadanos conscientes que puedan y quieran intervenir en su entorno. Lo que tenemos son apenas pobladores, usuarios, clientes de servicios públicos; ya no existen partidos fuerte, sino organizaciones electorales interesadas en privatizar en su beneficio los fondos públicos; no existe tampoco una autoridad legítima, sino un cuerpo de funcionarios que velan por su propio interés y no llegan a solucionar ninguno de los problemas que sufrimos, sino que los agudizan con su corrupción o su incompetencia.
Como decía el senador Robledo, aquí no hay desastres naturales, hay desastres gubernamentales. Porque en su mayoría las tragedias colombianas podían haberse prevenido, o al menos apaciguado si nuestros funcionarios hubieran hecho su trabajo en las últimas décadas. Y si sus ciudadanos lo hubieran reclamado efectivamente. (Recordemos el juramento a la bandera: sino, que él y ella os lo demanden.)
Aquí la enorme importancia de los veedores ciudadanos. De la vigilancia sobre lo público, de los líderes en los barrios; en los pueblos; en las ciudades; en las oficinas.
La veeduría ciudadana no es solamente legal, sino que también es legítima. Pero depende completamente del respaldo que tenga de su comunidad. Cuando la veeduría está reclamando o aportando y la gente la apoya el gobierno se ve obligado a escuchar. Es maravilloso ver los resultados de las protestas estudiantiles y la legitimidad que ganaron a los ojos de la población. Es extraño que otras demandas y denuncias no reciban el mismo apoyo nacional.
Estamos ante el despertar de la conciencia de un número creciente de ciudadanos acerca de la necesidad de la participación ciudadana como forma válida de relación entre el Estado y la sociedad civil. Y por eso es que es tan importante hoy hablar del derecho a la vigilancia de la labor del Estado, para que aquellos que aún no lo saben, que aún no lo creen empiecen a convencerse.
Podemos ver en los días que corren la interiorización creciente de valores y normas de cooperación social como requisito para resolver los problemas; pero los fantasmas del partidismo y el mesianismo; cómo la misma herida abierta de la guerra no dejan que el país logre dar un paso definitivo.
La aún difusa presencia de estos valores se ha visto reforzada por la inédita y creciente circulación de información sobre las luchas sociales en internet y redes sociales, espacios cada día más políticos. Donde los problemas corren más rápido que entre los telediarios y los espectadores pueden opinar de forma inmediata y visible. Lástima que las terribles desigualdades mantengan estos fenómenos a raya en los sectores más deprimidos en educación y tecnología. Estos son nuestros nuevos espacios para el dialogo la denuncia y la vigilancia. Algo que nuestros veedores deben empezar a tener en cuenta para volverse efectivos en la divulgación de su gestión.
Un reto más para el país es la superación de la mirada maniquea de la política en términos de la relación amigo-enemigo, la tolerancia, como instrumentos imprescindibles para la convivencia pacífica y para el logro de metas de desarrollo colectivo. Pasa lamentablemente por la titánica lucha contra la corrupción y sus peligrosas mafias enquistadas hace décadas en el aparato político y estatal.
El espíritu democrático que busca abrirse camino en un esta Colombia agobiada por la violencia es la esperanza de una generación que fue educada para soñar. Un lujo que las anteriores no tuvieron y que es nuestro deber potenciar para que cada día podamos avanzar en esos sueños construyendo un país mejor.
La Constitución del 91 contribuyó a generar ese clima cultural al dar importancia a la participación directa de los ciudadanos en la decisión sobre asuntos de interés colectivo, no importa que hoy aparezca deformado, violado o insuficiente. Fue al menos una base para el reto que se viene en Colombia. Escribir una nueva ley para la educación superior es tan importante como proceso precisamente porque es el primer paso hacia un fin mayor. Un ejercicio que puede no llegar tan rápido y tranquilamente como muchos quisieramos, la reformulación total de la realidad colombiana y sus reglas de juego.
Deben ser cada día más los ciudadanos que se vinculen a movimientos y órganos de participación comprometidos con la reconstrucción de este país en ruinas. Y aunque este proceso sea de largo aliento, se trata de una necesidad inmediata para el cambio en la cultura política.
Ahora bien, necesitamos saber cuál es el tipo de motivaciones que llevan a la gente a intervenir y participar en procesos de fiscalización y protesta. Hay líderes que se unen a esa tarea por razones eminentemente altruistas y de servicio. Están interesados en prestar una colaboración que beneficie a su vecindario inmediato, a su barrio o, como ellos mismos lo dicen, a su “comunidad”.
Incluso, hay quienes piensan más allá de las fronteras de sus intereses particulares y piensan en la ciudad y en el país. Necesitamos que Cali vuelva a ser de los caleños, que Colombia vuelva a ser de los colombianos en el sentido de que los ciudadanos sientan que pertenecen y por eso mismo les protejan. No más ciudades “de nadie”.
Pero también hay que admitir y cuidarse de esas motivaciones de corte utilitario. Es el veneno que corre en la sangre de la política actual. Motivaciones ligadas a intereses partidistas y redes clientelistas, que utilizan y privilegian su identidad partidaria como criterio de actuación para ganar poder y acceder a los dineros públicos.
En las actuales circunstancias, las motivaciones altruistas parecen ganar terreno a medida que la crisis económica y social se agudiza. De la nueva cultura política, de los actuales y futuros líderes populares y sus comunidades depende que esto continúe. Este es el camino del fortalecimiento de la racionalidad colectiva, requisito del fortalecimiento de la escena pública.
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